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La fantástica aportación de Carmen Calvo a la lengua española del término «expertitud» -que probablemente se convierta en una expresión de uso tan cotidiano como la de «estar en el candelabro» de Sofía Mazagatos-, más allá de la rechifla, resulta preocupante por dos cosas. La primera es el hecho de que a toda una vicepresidenta del Gobierno se le supone una capacidad de comunicación y un acervo cultural suficiente como para explicarse de manera coherente. Aunque, después de ver las perlas lingüísticas con las que nos deleitó el anterior presidente del Gobierno, uno puede esperar cualquier cosa. La segunda, mucho más grave, sobre todo si fuese causada porque el subconsciente le estuviese jugando una mala pasada y bloquease su dicción por el conflicto interno que se produce a veces cuando alguien intenta engañar a otros, es que la señora Calvo estaba intentando explicar por qué no se proporciona el nombre de los componentes del grupo de expertos que han asesorado al Gobierno sobre las medidas a tomar para el control de la pandemia. Excusando que no se haga a pesar de que Transparencia haya dicho que deben ser públicos. Lo que ocurre, lo preocupante, es que aunque España tenga una Ley de Transparencia y un Consejo de Transparencia y Buen Gobierno que se encarga de que -teóricamente- la Administración cumpla con ella, y que tal vez estas dos herramientas sean similares a las que tiene Suecia, cualquier parecido es pura coincidencia: Suecia es el país del mundo que cuenta con la Ley de Transparencia más antigua (data de 1766) y allí no se concibe que se niegue una información solicitada por cualquier ciudadano, tal y como se hace sistemáticamente aquí. O que la propia Administración recurra a los tribunales para no proporcionar esa información si se considera sensible. ¿Sensible para quién y por qué? Si es dinero público, deberíamos poder saber a dónde va a parar. ¡Ah, perdón! Hay que recordar que la misma vicepresidenta ya aclaró que el dinero público aquí no es de nadie. En Suecia sería impensable que el presidente decidiese considerar un viaje suyo en Falcon (a Benicassim, por ejemplo) como secreto de Estado, para por fin declarar que el coste del viaje fueron ¡282,92 euros! Los suecos no permiten tampoco que sus parlamentarios -que, por cierto, no tienen asesores, sino que comparten un pool común proporcionado por el propio Parlamento (puesto que asumen que el trabajo de un parlamentario no lo es a tiempo completo y que no deben tener privilegios diferentes a los de cualquier ciudadano)- utilicen medios de transporte extraordinarios si no son absolutamente imprescindibles. Y, de hecho, el uso de varios taxis cuando podría haberse desplazado en transporte público ya obligó a dimitir a una diputada sueca hace unos años. No es que la sociedad sueca sea paradisíaca,tiene muchos problemas, pero desde luego el control de sus políticos no es uno de ellos. ¿Alguien se imagina algo así en España? Si se pide información y se acusa a alguien de malgastar recursos del erario público inmediatamente saldrá a relucir nuestro manido «y tú más», junto con el de la descalificación del peticionario aludiendo a los «intereses partidistas». Es triste, porque tenemos las herramientas y las instituciones necesarias, pero hemos permitido que varias décadas de adocenamiento democrático y escándalos superpuestos, junto con el control de los medios de comunicación -absolutamente impensable en Suecia, donde la televisión nacional es totalmente independiente del Gobierno- nos haya llevado a la situación esperpéntica que vivimos, y que hace las delicias de muchos de los interesados en que no cambie, aunque haya que inventar palabras para definir realidades inexistentes, como nuestra transparentud.