Mucho antes de la pandemia lo escribió Jorge Wagensberg en A más cómo, menos por qué. Un individuo para la reflexión, dos para la conversación, diez para la tertulia, cien para la conferencia. Pero nada dijo sobre la distancia debida en los interlocutores. Ahora parece comprobando que el bicho-virus es incapaz de acompañar al sonido de la palabra más allá de los diez metros. Pero para ser escuchado y entendido a esa distancia es preciso gritar. Y ya Leonardo nos dijo que «dove si grida non e vera scienza». Donde se grita no hay verdad ni sabiduría. Pero la solución no puede ser el silencio. Nuestra inteligencia es lingüística. Pensamos y nos comunicamos con palabras. Nos hablamos continuamente. Pero lo cierto es que el lenguaje lo inventó una inteligencia muda. Todo parece indicar que el ser humano transformó el grito en palabra articulada hace 120.000 años. Ahora el bicho-virus ha convertido la palabra en un agente contaminante. Lo sabio y lo prudente vuelve a ser tener la boca cerrada. En boca cerrada no entran moscas decía la sabiduría popular. La diferencia estriba en que las moscas dan asco pero el virus mata. Y, por definición, el ser humano es un animal que habla. El silencio obligado es una especie de prisión. Y en eso es en lo que, acaso sin darnos cuenta, nos estamos convirtiendo. En prisioneros del coronavirus.
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