Tuve ocasión de vivir de primera mano a través de mi padrastro, Lorenzo Varela, el drama del exilio republicano. Lorenzo pasó primero por un campo de concentración en Francia -en condiciones pésimas- y luego, gracias a la generosidad del Gobierno mexicano pudo finalmente emigrar a México donde continuó su actividad literaria. Lorenzo salió de España para salvar su vida, pues habiendo sido comisario en el Ejército republicano, si los franquistas lo apresaban, lo único que podía esperar era la tortura y el fusilamiento. Luego, en Argentina, se casó con mi madre María Gerstein, y nuestra casa -yo era un adolescente- se convirtió en un punto de reunión de exiliados españoles: muchos gallegos, pero también de otras regiones de España.
Todos los que yo conocí: Luis Seoane, Arturo Cuadrado, Rafael Dieste, Ramón Baltar, sabían que sin el exilio su destino hubiera sido la muerte o, en el mejor de los casos, una prisión de por vida. Emigraron en las peores condiciones. Sin nada. Y tuvieron que rehacer sus vidas. La mayoría lo lograron por su capacidad y su talento. El exilio republicano español fue durísimo: una cuestión de vida o muerte.
El exilio los marcó para siempre. Lorenzo fue herido en la guerra, nunca hablaba de ello. Nosotros, sus hijastros, íbamos construyendo poco a poco su pasado, del cual nos sentimos orgullosos.
Había además otra característica en los exiliados españoles republicanos: amaban a España, soñaban con España. Por supuesto con una España democrática.
Comparar la situación de Puigdemont y los otros separatistas huidos de la justicia española y repletos de odio hacia España con el exilio republicano es un verdadero dislate. Quien lo hace no sabe realmente lo que fue el exilio republicano. Para quienes lo hemos vivido de primera mano se trata de una comparación indigna de un hombre que se dice de izquierda.