Las casas están llenas de cementerios ocultos, fosas comunes en las que descansan objetos arrinconados por el tiempo. Un día abres un cajón de la cocina para buscar un paño limpio o un salvamanteles, revuelves un poco, y te encuentras los cuerpos inertes de diez mecheros. Están todos muertos. Ninguno enciende. Sabe Dios cuánto llevan ahí. Te acercas con la mirada a esos cadáveres y de repente ves un encendedor rojo del PSOE, tal vez de los primeros tiempos de Felipe, y otro de Alianza Popular, con la bandera de España y el rostro de Fraga, y entonces caes en la cuenta de que una parte de la historia, de la sacrosanta Transición, de la democracia, estaba al lado de una sartén para freír churros. La limpieza a fondo de una casa es algo que se produce por un brote agudo. Hay un factor inesperado que lo desencadena, e irrumpe de forma brusca un ataque de orden, tan intenso como los de pánico, y entonces se inspecciona hasta el último rincón y empiezan a aparecer muertos por todas partes. Está la fosa común de los móviles: el de Nokia, el de Ericsson, la Blackberry, y hasta el de Moviline con antena, un armatoste tremendo, que parece un walkie-talkie. Ninguno enciende, ninguno parpadea. Murieron todos muy jóvenes, porque la tecnología mata y reemplaza a sus hijos demasiado rápido, porque en eso consiste el negocio, en morir rápido y reproducirse, una y otra vez, sin descanso. Como en mi casa somos muy de la memoria histórica, hemos decidido exhumar los restos de todos esos aparatos asesinados, rescatarlos de la fosa común del olvido, y darles el adiós que se merecen.