Cuenta una leyenda judía, una de las muchas tejidas en torno a la figura de Salomón, que el rey sabio recurrió a uno de sus consejeros para que le buscara un pensamiento con el que pudiera tanto consolar al triste como entristecer al alegre. A saber para qué necesitaría el hombre semejante táctica. La leyenda relata que el funcionario real se las apañó bien. Al no ocurrírsele nada inmediatamente, pidió ayuda a gente de su confianza. Entre ellos a un orfebre que trabajaba y vendía en el zoco y que le dio la solución incisa en un anillo de oro, para que no se olvidara o para aprovechar el consejo y venderle el anillo, algo que encaja de maravilla en nuestros estereotipos del judío. En el anillo podía leerse: «Esto también pasará». Las tres palabras componen una frase que, en efecto, entristece a quien atraviesa una circunstancia favorable y alegra a quien circula por una adversa. Posee, además, una ventaja decisiva en un tiempo en el que se impugna hasta lo obvio: la sentencia no solo es cierta y evidente, sino también indiscutible.
Todo es pasajero, me dirán, pero no todo es efímero. Al revés, lo que hacemos en la vida produce un eco en la eternidad, como grita el general Maximus Decimus Meridius, en su tan citada arenga, antes de convertirse en Gladiator.
Lo de la frontera de Ceuta con Marruecos ya ha pasado, pero resonará por siempre en la eternidad el gemido de los niños tiritando en la playa o a punto de ahogarse en el mar, engañados. Y el abrazo con el que fueron recibidos encontrará también su eco. Un abrazo que prenderá en la memoria del mundo entero, especialmente en la memoria de las madres, una manera distinta, mucho mejor, de entender la humanidad.
@pacosanchez