Ser adolescente es como que tú mismo tiras con una fuerza inusitada de terremoto de tus extremidades en direcciones opuestas sin saber muy bien por qué lo haces. Odias a tus padres, qué es lo que más quieres en secreto. Te da tiempo de tirarte también del pelo del extraño peinado que llevas y gozar de ese dolor. Eres la madre de todas las batallas hormonales. Y el asesino de todos los padres. Ser adolescente es planear hasta el último detalle de una fuga y planear a la vez quedarte quieto sin respirar debajo de las sábanas de tu habitación, que ya es la madriguera que no dejarías jamás. El adolescente tiene que echarle la culpa a alguien. El adolescente no sabe el porqué de nada y entonces jamás encontrará las salidas del cómo. Con la pandemia, nos estamos comportando como adolescentes que les echamos la culpa a los demás. Necesitamos que alguien pague la situación inaudita, inédita, en la que nos hallamos presos.
Cuando vimos aquel ensayo general que fue la gripe A, que vació las calles de México DF e hizo temer lo peor, con el ejército con máscaras por la calle, nos parecía irreal. Tuvimos miedo, pero se quedó en un susto. Los sustos sin daño real no sirven de nada. Se olvida fácil en el paraíso.
Cuando fue lo del ébola nos tocó más cerca. Un hospital en España. Descubrimos al mediático doctor Simón y su voz rasgada y cascada, como si hablase tras partir las vocales y consonantes con un cascanueces. Descubrimos que una gallega podía estar afectada. Descubrimos los trajes especiales como astronautas de planta hospitalaria. Las protecciones que ahora nos son tan familiares. Pero, aunque el daño se aproximó de forma real, de las historias con final feliz poco o nada se aprende. La gallega sanó y fue proclamada hija predilecta en su pueblo.
Cuando nos asediaron con la gripe aviar o la gripe porcina, volvió el temor. Pero como un runrún de miedo. En las fotos ya había cadáveres en nuestro territorio, cerca de nuestro hogar, pero eran pilas de pollitos o de cerdos, como había pasado con las vacas locas. Se incineraban y punto. Al fin y al cabo siempre nos hemos alimentado de ellos, bien muertos.
Fuimos saliendo de todas esas pistas del desmadre de la naturaleza más fatuos que nunca. Compramos coches todavía más grandes casi imposibles de conducir en nuestras ciudades cada vez más llenas. Hasta que llegó el golpe de verdad. La pandemia. Las pilas de muertos no son pollitos amarillos. Son de nuestra familia. Y así estamos asustados como adolescentes, echándole la culpa a todo el que se pone delante. Negándolo todo como adolescentes. Enamorándonos ciegamente como adolescentes la primera vez de las vacunas, de los tratamientos experimentales. Planeando fugas mientras nos echamos a llorar debajo de las sábanas. Menos mal que tenemos a los políticos para meterlos en el barro. Y, mientras todos somos ese adolescente desesperado, solo nos podemos agarrar a la cometa de los sanitarios y de los científicos para que nos saquen de esta y nos devuelvan los trabajos, las sonrisas y las risas a donde estaban, en nuestras caras.
Porque ya estamos en los miércoles al sol y el Gobierno no se entera.