Mientras disfruto de la playa escucho de fondo a alguien que dice: «Yo ya no veo la tele». Y recuerdo que la primera vez que escuché esta afirmación me pareció muy esnob, una moda pasajera que acabaría por esfumarse, pero la realidad es que con el tiempo yo también me he apuntado a esta moda. Cada vez que zapeo en prime time me inunda el aburrimiento. Los mismos realities de siempre, los mismos programas del corazón -salvo por el huracán Rocío Carrasco que merece un capítulo aparte-, y ahora también las novelas turcas. Y venga a vivir de los mismos contenidos durante el resto de la parrilla. Si no fuera por los informativos y algunos programas de actualidad no habría ya nada que ver en las televisiones generalistas. Ni una buena película que merezca la pena, ni siquiera alguna serie de calidad. Parece que ya ni les interesa. No quieren ver que el caballo ganador es el mismo desde hace más de diez años, aunque ya se le haya caído los dientes y camine cojeando. Es para que se lo hagan mirar. Despreciar al público joven y acostumbrarlo a elegir a la carta los contenidos de ficción ya no tiene vuelta atrás. Porque ¿quién no se ha sentido engañado por alguna de estas cadenas con interrupciones publicitarias interminables o ganchos ficticios que nunca cumplen lo prometido? Por no hablar de la ausencia de oferta infantil. Mis hijos ya no ven la tele. Les molestan los anuncios. Y a mí también.