Entre las muchas tonterías que se han dicho y escrito tras el desastre de Afganistán no podía faltar, por supuesto, aquella que alerta de que la verdadera tragedia que se avecina es el peligro de que se desate una ola global de islamofobia. Se cierra así perfectamente el círculo iniciado el 12 de septiembre del 2001, cuando, el día después de que el terrorista Osama Bin Laden asesinara a 3.000 personas en Nueva York en el nombre de Alá, un periódico español de tirada nacional titulara a cinco columnas: «El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush». Una conversión de las víctimas en presuntos verdugos que continuó luego cuando, en medio de la orgía de sangre perpetrada en Europa, también en el nombre de Alá, con los terribles atentados de Madrid, París, Niza o Barcelona, una buena parte de la opinión pública y publicada en Occidente insistía en poner el acento no en las víctimas, cuyos cadáveres yacían aún calientes en morgues abarrotadas, sino en el peligro de que se desatara la islamofobia.
Asistimos ahora a un paso más en esa espiral del absurdo con un intento de blanqueamiento de los sanguinarios talibanes. Mientras los salvajes imponen ya la sharia y la cruel venganza se cierne sobre los afganos, en Europa nos dedicamos a flagelarnos por haber osado llevar la democracia y la libertad allí donde imperaban el terror, la violencia y la esclavitud de la mujer. Occidente siempre es culpable, gane o pierda las guerras, ya sea en Irak, en Afganistán o en Israel. Mientras, se defiende no ya al islam moderado y democrático, como si tal cosa existiera, sino a los propios talibanes, de los que leemos ya sin escándalo que al menos cumplen sus pactos y dejan incluso que se les entreviste, lo que al parecer borra el hecho de que quemen vivos, mutilen o torturen a todo el que discuta sus atroces imposiciones. La teoría es que el mundo democrático no debe inmiscuirse en países sometidos a semejante barbarie, ni siquiera aunque se conviertan en santuarios terroristas, porque tan malos son ellos como nosotros. Lo que equivale a decir que lo correcto es dejar que allí se siga asesinando y mirar para otro lado. Silencio, se mata.
El gran fracaso de Occidente en Afganistán no es la vergonzosa y humillante retirada de una guerra librada contra una legión de matarifes desarrapados. Que también. El fracaso es que todas las potencias del mundo libre juntas no fueran capaces en 20 años de aniquilar a los talibanes, que son el mal absoluto ejercido por una minoría contra su propio pueblo. Los errores en Afganistán son inmensos. Pero el auténtico motivo de una derrota que marcará un antes y un después es que una gran parte de Occidente siga negando lo evidente. Es decir, que los talibanes, el Estado Islámico, Boko Haram, Al Qaida y todas las franquicias del terror islamista son el nuevo nazismo, al que la democracia solo derrotará con una guerra total, como hizo con Hitler. Mientras desde despachos y redacciones de Washington o Bruselas se siga cuestionando que ellos son los malos y nosotros los buenos, todas las guerras estarán perdidas.