La gran mentira de Colin Powell

OPINIÓN

Ray Stubblebine | Reuters

21 oct 2021 . Actualizado a las 10:10 h.

El 5 de febrero del 2003, el secretario de Estado de George W. Bush, considerado una paloma de paz entre el equipo de halcones que habían anidado en la Casa Blanca, compareció ante el Consejo de Seguridad de la ONU con el expreso encargo de mentir a rienda suelta y situar la invasión de Irak en el punto de no retorno. Y así lo hizo. Pertrechado con unos gráficos infantiles y chapuceros, explicó al consejo, y al mundo entero, que lo que parecían tres camiones perdidos en el desierto eran las factorías móviles que, alimentadas por pilas Duracell -que «duran y duran»-, fabricaban para Sadam Huseín las armas de destrucción masiva que se le resistían a los grandes complejos químicos de Occidente, alimentados con energía nuclear y asesorados por los sabios más excelsos. Y así se cerró el círculo de mentiras que convirtió a Irak en un Estado fallido y llevó a Sadam a una infamante horca que nos degradó a todos.

Al día siguiente (6 de febrero) comenté aquella bochornosa sesión, en La Voz de Galicia, con estas palabras: «La impresión que transmitía la sesión del Consejo de Seguridad (…) era de asco y desvergüenza, ya que solo así se puede calificar una política que, sin tener en cuenta la sangre, ni el inmenso castigo que venimos infligiendo al siempre tiranizado pueblo iraquí, nos lleva a (…) convencernos de que unos laboratorios ambulantes, montados en camiones como los que hacen de palco a la orquesta Los Satélites, amenazan a un mundo que hace sus guerras desde inmensos portaviones, desde bases militares más grandes que la provincia de Pontevedra, y con misiles intercontinentales que tienen el tamaño de la torre Berenguela».

Años después, el pobre Colin Powell empezó a sentir vergüenza de aquella fatídica intervención, y, hasta el mismo momento de su muerte (hace tres días), lamentó haber agraviado a toda la humanidad. Porque, aunque la guerra de Irak fue obra de varios Estados y organizaciones internacionales, y de perversos halcones que asistieron a la cumbre de las Azores, solo Colin Powell tuvo que soportar personalmente, y en total soledad, un cargo de conciencia que nunca logró diluir en el follaje de las instituciones o de las decisiones colectivas. La mentira estaba tan clara que, poco antes del show de Colin Powell, mientras se figuraban las inspecciones destinadas a descubrir armas de destrucción masiva, ya había formulado yo mi infalible profecía: «Si encuentran una botella de lejía debajo de un fregadero, habrá guerra». Y se cumplió.

Nadie se acuerda ya de cómo empezó, y a qué desgracias nos condujo, la invasión de Irak. Pero, así como los grandes méritos nunca deben perderse en el olvido, tampoco nos conviene que la muerte se lleve consigo las lecciones morales que pueden deducirse de grandes astracanadas. Porque, aunque no descarto que Powell haya sido el hombre serio y leal que su patria está despidiendo con solemnes funerales, nos conviene recordar aquellas graves mentiras que el viejo general no quiso perdonarse jamás.