A la última estación de ferrocarril construida en Galicia se accede tras ser engullida por un centro comercial. A huevo. Así que para encaramarte en un tren que salga de Vigo tienes que encomendarte antes a la virgen de Primark y rezarle un responso a san FNAC, a la vista de que ya hay quien considera estas madrigueras saturadas de neón y nuggets de pollo las nuevas catedrales en las que el acto íntimo de rezar ha sido sustituido por el de comprar. Para quienes cruzábamos la meseta en aquellos Estrella con compartimentos de segunda idénticos a los de Extraños en un tren, las estaciones son otra cosa. La Gran Central de Nueva York sería el epítome de todas las terminales, la estación total, superviviente ella también a una insultante cabriola especulativa que en 1968 intentó derribarla para erigir un rascacielos. Seguro que los promotores del crimen pensaban perpetrarlo en nombre del progreso. La tajante reacción de los neoyorquinos, con Jackie Kennedy a la cabeza, lo impidió. Ahí sigue, majestuosa, como icono grandioso de la ciudad.
Me cheira a mí que es también el progreso la carnada a la que todos acudimos para aplaudir que la nueva Urzaiz sea el último lineal del H&M y que los jugos gástricos nos estén nublando el apaño. Anticipo poca inspiración en sus desangelados andenes, en ese obligatorio viacrucis comercial que es idéntico en todas las ciudades, en esa banda sonora inane que convierte en charcutería acústica cualquier melodía, como si ese acto poético que es subirse a un tren no mereciera un buen decorado, una puerta que esté a la altura de las despedidas y los encuentros que significan un viaje en ferrocarril, por pequeño que sea.