Máquinas de escribir

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

26 dic 2021 . Actualizado a las 11:43 h.

A raíz de algo que comentábamos en esta página la semana pasada sobre teclados de ordenador estropeados, mi amigo Nathan, un escritor y periodista sueco, me escribió para contarme que él había recibido en una ocasión una carta mecanografiada del novelista Hans Granlid a la que faltaban todas las letras L, que venían añadidas a lápiz. Y me pareció que ese detalle de la letra perdida debe contener alguna clave que explicaría algo de la obra de aquel autor, porque entonces entre los escritores y sus máquinas existía una relación estrecha y cómplice.

La máquina de escribir… No la echo de menos, pero le rindo homenaje. Parecía un pariente pobre del piano, pero sonaba como una ametralladora. Quizá fuese porque las primeras las comercializó el fabricante de armas Remington, cuando el fin de la Guerra de Secesión Americana le obligó a ampliar su gama de productos. Había que pulsar con fuerza en las teclas, especialmente si se utilizaba papel carbón para hacer copias. Era como escribir a gritos. De hecho, a los que aprendimos mecanografía con aquellos armatostes todavía se nos nota en la manera furiosa en que aporreamos los suaves teclados de los ordenadores. Lo que uno tecleaba entonces, más que quedar escrito, quedaba grabado con la solemnidad de un bajorrelieve asirio. Era un braille que imagino que hasta podía leerse en la oscuridad con las yemas de los dedos y que revelaba aspectos sutiles de la relación del escritor con el texto: las frases pulsadas con poca convicción aparecían en un color más tenue, las rotundas, más marcadas y oscuras (el punto y final de una novela, generalmente, atravesaba el papel). Y las correcciones con típex o bolígrafo hacían que a veces las páginas pareciesen la cara de un boxeador cubierto de puntos de sutura y tiritas, el resultado de ese combate que es escribir un texto de creación.

De ahí esa relación familiar que se forjaba con la máquina de escribir. Terminaba por ser un registro de las frustraciones y los arrebatos del autor. Ahora que lo pienso, y si no se ha hecho ya, alguien debería escribir una tesis sobre la influencia en la literatura de los distintos modelos de máquina de escribir. Si uno se fija en las numerosas fotografías en las que los escritores posan con sus máquinas, sacará la conclusión, por ejemplo, de que la cultura italiana de la segunda mitad del siglo XX debe ser un producto de la Olivetti Lettera 22 (la usaban Italo Calvino, Pasolini, Montanelli, Sciascia, Visconti…). Que Jack London y Hemingway utilizasen en algún momento el mismo modelo (Corona 3) me encaja perfectamente, lo mismo que Arthur C. Clarke y Stanislaw Lem (Remington Noiseless). Pero me gustaría saber qué misteriosa conexión hacía que Pessoa y Simenon compartiesen la Royal 10, o Ho Chi Minh y Tennessee Williams la Hermes Baby, o Pio XII y Oriana Fallaci, la Olivetti Studio 42.

En fin. Precisamente, hace unos días, en una librería de segunda mano, vi que vendían una vieja máquina de escribir y fue ahí cuando me acordé de lo que me escribió Nathan. En su correo me contaba que lo que le había conmovido de aquella carta mecanografiada con la L añadida a lápiz era que un escritor tan importante tuviese una máquina de escribir tan precaria: «Fue como si le hubiese visto pidiendo limosna en la calle». Hans Granlid, que, según Nathan, está entre los cinco mejores novelistas suecos del siglo XX, murió poco después sin el reconocimiento que merecía. Y yo pulsé la tecla L de aquella máquina de escribir antigua de la librería de viejo, por ver si resultaba que estaba estropeada. Porque nunca se sabe.