Si tuviese que calificar la gestión ministerial de Alberto Garzón, le pondría el cero que jamás puse a un alumno, concediéndole el honor de compartir su nota con Castells, el extinto ministro de Universidades, y con Pedro Duque, que, salvo para jurar el cargo de ministro de Ciencia e Innovación, nunca bajó de la estratosfera. Y por si queda alguna duda de lo que esto significa, les diré que a las señoras Montero y Belarra las calificaría con un 1, que es la nota que se obtiene no por hacer, sino por intentarlo.
Por eso, antes de que usted me pregunte si hay coherencia entre el título y el primer párrafo de este artículo, le confirmo que sí. Porque, mientras las calificaciones del primer párrafo se refieren a toda la carrera ministerial, la defensa que ahora hago se limita al último parcial del 2021, en el que solo entraba el tema «La exportación de carne a los mayores mercados del mundo». Y en este punto no le pondría al pobre Garzón un cero absoluto, porque, aunque marró el chupinazo a puerta vacía, y sin advertir la posición que ocupaban sus compañeros, creo que la culpa del fallo no es toda suya, y que en el fondo del asunto —las macrogranjas— tiene algo de razón.
El problema de Garzón no son sus palabras, sino su situación. Un ministerio es una unidad administrativa del Gobierno, definida por la naturaleza de sus competencias y la suficiencia de sus recursos. Y hasta tal punto es importante la congruencia de medios y objetivos que, si no se aplica correctamente, es imposible que el ministerio sirva para algo, tanto si lo dirige Garzón como si lo hiciesen Merkel o Draghi. Ejemplo de este desajuste es la enseñanza, que, repartida en tres fragmentos ministeriales denominados Educación, Universidades y Ciencia e Investigación, está abocada al fracaso. Y lo mismo sucederá con Defensa, que, si llega a repartirse en tres —Armas, Munición y Soldados— cuando se pacte una nueva mayoría, nunca volverá a celebrar la Pascua Militar.
Así se las ve Garzón, que, recluido en el fragmento ministerial que es Consumo, sin posibilidad de impulsar una gestión eficiente, trata de hacerse visible a base de infantiles manguerazos de política que otros ministros, más dotados de ministerio, le tienen que desmentir. Más aún, agobiado por la necesidad de sobrevivir en la jungla ministerial de Liliput, el pobre Garzón, auténtico Calimero de este Gobierno, ni siquiera pudo evitar el choque frontal con su presidente, al que le chafó el mejor aforismo —«un chuletón al punto es imbatible»— de su vasta y profunda fraseología.
Lo que le pasa a Garzón, además de no valer para esto, es que está envuelto en un celofán amarillo con lacito rojo —el ministerio de Consumo—, que solo vale para regalo protocolario. Y de eso no es responsable don Alberto, ministro resiliente donde los haya, al que Yolanda Díaz deberá cesar, de acuerdo con el reparto de poderes del bipartito, cuando su misión de rescatar a España de sus injusticias estructurales le deje una tarde libre para explicárselo.