Los cuatro primeros muertos de una guerra son: la verdad, la memoria, la lógica, y la exacta palabra. Y los cuatro primeros que ascienden a generales son: la mentira, la tergiversación, la irracionalidad y la torre de Babel. La mentira más grande de la guerra de Ucrania la comparten Putin, que repitió mil veces que no invadiría Ucrania si no lo forzaban a ello, cuando en realidad ya tenía un cuerpo de ejército entrenado y posicionado para llegar a Kiev en dos días, y la OTAN, que juró y perjuró que no dejaría sola a Ucrania, cuando ya sabían que el Ejército Rojo se iba a merendar tan enorme país en solo dos días.
La memoria también feneció cuando los políticos y los medios de comunicación lanzaron la consigna de que el malvado Putin está reintroduciendo la guerra en Europa, donde no había estallado ningún conflicto armado desde 1945. Y esto significa que, sin contar los juegos de trileros que hicieron varios países de la UE en la guerra de Yugoslavia, también nos hemos olvidado de que, desde el 24 de marzo del 1999, la OTAN bombardeó a Serbia durante tres meses, mezcló objetivos civiles con los militares, causó más de 2.500 muertos y 9.000 heridos, y que todo este conflicto solo tenía la caprichosa intención de obligar a Serbia a segregar su territorio de Kosovo, alterar el mapa de la zona mediante la invención y secesión de un Estado nuevo que quedase bajo la influencia de Europa, y evitar que Rusia pudiese apoyarse en un socio tradicional, que escribe con caracteres cirílicos, para mantener su influencia sobre un territorio que la OTAN declaró de su entero control y propiedad.
La improvisación, que siempre aumenta el dolor de los pueblos, se puede percibir en muy diferentes momentos: cuando la UE empezó a jugar a la diplomacia soberana y evidenció la falta de ideas y la división de opiniones. O cuando la UE se aferró a la hipótesis de que Putin no pasaría de una invasión menor —¿qué será eso?— si se le amenazaba con terribles consecuencias. O cuando convencieron a Ucrania de que estaría apoyada hasta donde hiciese falta si Rusia osaba cruzar las líneas rojas. O cuando las autoridades ucranianas creyeron que el heroísmo patriótico de un pueblo sin armas ni entrenamiento podía parar los carros de combate, o protegerse de las bombas y misiles con paraguas pitados con los colores de la bandera nacional. O cuando se negaron a explicarle a los ciudadanos que, si no pudiesen defenderse, se rendirían, porque, como dijo Demóstenes, cuando una batalla está perdida, solo los que se rinden a tiempo podrán luchar en la siguiente contienda.
Y la torre de Babel se hizo presente cuando la palabra invasión significa, para el que invade, «misión humanitaria servida por soldados que van a dar biberones a los bebés y protección a las mujeres», como hicimos en Afganistán, Irak o Libia; mientras que, para los invadidos, solo significa «acto de guerra criminal, totalitario e ilegal que sólo sirve para vender armas a quien no quería comprarlas». Porque en esas andamos.