Los países occidentales, esos que tanto presumen (o presumimos) de democracias consolidadas, de fortaleza económica y de calidad de vida, están atrapados en un dilema de difícil resolución. En sus narices Rusia ha invadido Ucrania y no van a poder hacer nada. Es cierto que el margen de actuación para una mente sensata es poco. Putin juega con sus propias reglas. Si en su país detiene a manifestantes, encarcela a contrincantes políticos, cuando no los envenena, al igual que a periodistas, en la escena internacional el derecho internacional (tan frágil y sin ningún mecanismo que obligue a respetarlo) no va con él. Con el discurso casi infantil de que el gobierno ucraniano está lleno de neonazis y drogadictos ha lanzado un ataque por tierra, mar y aire que en menos de dos días ha llevado al ejército ruso a las puertas de la capital.
Solo quedan las ineficaces sanciones económicas, lo que significa que Occidente va a entregar a Ucrania porque nadie en estos países ricos va a sacrificar a sus soldados. La duda es saber si Putin va a parar ahí. En algún momento habrá que ir pensando en cómo plantar cara al nuevo zar y pararle los pies.