Putin, el desconectado

Jorge Sobral CATEDRÁTICO DE PSICOLOGÍA CRIMINAL DE LA USC

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

13 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Es tentador, y más para psiquiatras y psicólogos, analizar los grandes eventos históricos relacionando estrechamente lo ocurrido con las características particulares de sus más eminentes protagonistas. Así, por ejemplo, Hitler sería un perturbado, y el nazismo un producto de sus delirios. Parece claro que ello conduce a un error psicologicista: es decir, el simplismo reduccionista de atribuir a las características subjetivas de algún personaje la causalidad de fenómenos que, a buen seguro, obedecen a complejas razones históricas, económicas, sociológicas y hasta antropológicas; o sea, políticas. Pero hay otro error simétrico del anterior: el sueño estructuralista en el que los individuos, los líderes, serían intercambiables. Los hechos habrían ocurrido como lo hicieron: los sujetos protagonistas no habrían sido sino atrezo en el escenario histórico. Si no estuvieran ellos, habrían estado otros. Probablemente, las mejores explicaciones asoman cuando el investigador viste sus gafas interactivas y analiza en lo posible las influencias recíprocas entre el personaje y su contexto sociopolítico.

Dicho lo cual, ¿qué aporta Putin al contexto actual de la invasión de Ucrania? Múltiples fuentes documentales nos permiten hacer algunas fundadas suposiciones. Putin sería un buen ejemplo de esa perversión de la autoestima a la que llamamos «narcisismo»; el yo como principio y final de la aprehensión de la realidad, el yo totalizador. Y como el yo debe triunfar, los medios no importan, las mentiras tampoco y la manipulación es bienvenida. ¿Recuerdan El Príncipe? Pues maquiavelismo llamamos a eso. A menudo, el triunfo del yo requiere causar sufrimiento a otros, y, en el peor de los casos, el castigador goza con ello: sadismo. Y Putin necesita ser desinhibido y audaz en sus acciones; esa «audacia psicopática» en la que la valentía se ofrece al servicio de la maldad, de la malevolencia. Y, claro, nada de ello es posible con unas emociones interpersonales mínimamente empáticas; así que se impone que el personaje sea frío, inasequible al miedo y al dolor. ¿Estamos ante un psicópata criminal? La respuesta depende de tecnicismos que no hacen al caso; pero si no lo es, se le parece mucho. Es, eso sin duda, un buen ejemplo de lo que se ha bautizado recientemente como «el lado oscuro de la personalidad».

Pero, a mi juicio, ese retrato no acaba de ser cabal sin completarlo a la luz de la obra de un gran psicólogo canadiense/californiano, catedrático de Stanford, e, ironías del destino, hijo de ucranianos: Albert Bandura. El nos enseñó hace tiempo cómo los genocidas, los terroristas, los violadores, consiguen verse en el espejo sin que el autodesprecio les humedezca la mirada; es el último giro del guion cognitivo: la culpa, esa que yo no siento ni quiero, es de otros, de muchos, de cualquiera. Y la obra maestra de la perversidad culmina cuando atribuyo la culpabilidad a las propias víctimas. Eso hace Putin. «Desconexión moral», llamó Bandura a ese malvado truco.

Y con eso me quedo: en mi modesta opinión, Putin es, sobre todo y ante todo, un desconectado moral. Triunfo del autoengaño. La infamia mutada en virtud. La maldad, la culpa, habita siempre en casa ajena. Es probable que él se crea un ser profundamente moral. Y eso le hace aún más peligroso.