
Nací en 1938 y viví una guerra civil, una guerra mundial, el racionamiento, la escasez y cuarenta años de dictadura, autarquía y aislamiento. También la conquista de la democracia, la entrada en Europa, el desarrollo de una extensa clase media. La vida en paz, con todas sus dificultades. Aunque vi el mundo dividido en bloques antagónicos, atentados terroristas, graves crisis económicas, también llegué a creer que las horribles calamidades que traen las guerras eran ya trágicos episodios de los libros de historia, y que habíamos pasado un aprendizaje muy doloroso que la humanidad no querría repetir. Pero ahora contemplo con desazón que el mundo -todos nosotros- bordea de nuevo el horror. Y que hay culpables.
La guerra que ha desatado Putin con la invasión de Ucrania no es lejana ni es local. Sucede en el corazón de Europa, la padecen ciudadanos como nosotros, tiene consecuencias para todos y proyecta la amenaza de volver a convertir el mundo, como mínimo, en un lugar inseguro, enfrentado y empobrecido, si se evade el peligro de que vuelva a ser un campo de batalla global o una cárcel para la humanidad.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Cuántas líneas rojas se han cruzado? ¿Han estado los líderes a la altura de lo que se les exigía?
No. El día en que el presidente ruso dio la orden de atacar a un país vecino, y comenzaron los bombardeos sobre objetivos militares y la población civil, quedó en evidencia la enorme debilidad de todos los dirigentes. Estados Unidos, con la sucesión de sus últimos líderes (desde Bush a Biden, pasando por Obama y Trump), ha dejado de ser la potencia respetada como el guardián del mundo occidental. La OTAN está disolviendo toda su fuerza disuasoria en simples comunicados. Y Europa, embarullada en su galimatías interior, muestra una vez más que no cuenta en el tablero mundial.
Nadie, ni con diplomacia ni con coerción, fue capaz de detener los designios de guerra del presidente ruso, culpable, sin duda, de que entremos en esta fase execrable de la historia. No dejan de ser loables los intentos de mediación que llevó a cabo el presidente francés, pero basta recordar la fotografía de la larga mesa en que fue recibido para saber que no fue escuchado, sino humillado en el nombre de Europa. Biden, por su parte, se opuso a la exigencia rusa de que Ucrania no entre en el futuro en la OTAN, y su siguiente paso no fue más que condolerse de la suerte que corren desde entonces las víctimas.
Ahora advierte en sus comparecencias de que la amenaza de guerra nuclear es real, y de que China dejará su ambigüedad y formará bloque con Moscú y le apoyará militarmente. Si sus servicios de inteligencia le informan bien, y él es consciente de lo que dice, el escenario mundial puede ser apocalíptico.
Para millones de personas ya lo es. Todos los que están pereciendo en las calles de Ucrania. Todos los que aún resisten y padecen el asedio de las tropas rusas sin agua, sin alimentos, sin luz y a veinte grados bajo cero. Los tres millones de personas que lo han perdido todo y han tenido que emprender el éxodo más amargo e incierto para salvar, al menos, la vida.
Cada hora que pasa, cada bomba de racimo que cae, los líderes son menos líderes. Si lo fuesen, estarían trabajando por la primera prioridad: parar la guerra. No se limitarían a llenar sus agendas de lamentos. Si realmente el presidente ruso quiere lo que dice querer, aunque mi moral lo rechace, será mejor negociar que perder miles y miles de vidas para llegar finalmente al mismo lugar. Acoger a cuantos no deseen estar bajo su yugo y establecer fronteras seguras. Y si, como se dice, su objetivo es tener bajo su bota a todos los países que dominó la URSS, estaremos ante una nueva era de sangre, dolor y desgracia en todo el continente. Y más allá.
Por eso, para evitar ese futuro inmediato, son tan necesarios los liderazgos. Pero no se ven. Ni allí, ni aquí. No están en la ONU, en cuyo consejo de seguridad el agresor tiene poder de veto. No están en las otrora grandes potencias que aseguraban el equilibrio, como sucedió en la Guerra Fría. No están en Europa, con veintisiete visiones de asuntos exteriores, una lentitud exasperante y la dependencia del gas y el petróleo rusos. Ni están en España, que no es considerada en el concierto internacional ni tiene habilidad para solucionar siquiera sus problemas internos.
Mientras Putin se propone cambiar el marco geoestratégico en alianza con China -con lo que el mundo no democrático tomaría la hegemonía en el planeta-, en nuestro país la primera consecuencia derivada de la guerra ya está aquí: es el riesgo de colapso económico.
Lo notan todos los ciudadanos cuando acuden a repostar sus coches, cuando van al supermercado o cuando pagan el recibo de la luz. Lo notan las empresas de todos los sectores porque sufren el encarecimiento de materias primas, el incipiente desabastecimiento, el incremento de costes. Las repercusiones ya son muy serias en el transporte, en la pesca, en la industria, en muchos sectores claves de la economía. Y la única receta que aportan los responsables es que a lo mejor bajan temporalmente un poco algunos impuestos.
Basta ver su incapacidad para controlar el coste de la energía. Mientras el recibo sube por causas injustificables, el país se conforma con su dependencia energética. Las centrales nucleares se rechazan y los parques eólicos, que aportan una energía limpia e inagotable, se ven como una maldición, cuando deberían constituir un sector estratégico y puntero, ordenado de forma que no menoscabe la naturaleza ni desprecie a quienes viven de ella.
Tampoco los minerales imprescindibles para los bienes de consumo y las nuevas tecnologías se pueden desenterrar, mientras China se hace con ellos en continentes enteros y decide si tendremos microchips o no. Queremos coches, móviles y aviones, pero rechazamos las minas y la fabricación. E incluso soportamos que sectores determinantes para el futuro, como la automoción gallega, con toda su capacidad innovadora, sean marginados.
El cortoplacismo, que ni siquiera arregla los problemas de hoy, ha dado abundantes muestras de su ineficacia. Los políticos han dejado subir la inflación al 7,6 % y no saben cómo detenerla; ven cerrar industrias y no reaccionan más que para echarse recíprocamente las culpas; permiten la brecha digital y no se ocupan de las personas que quedan desasistidas. Ven cómo caen las empresas de la pesca y la agricultura y las abandonan a su suerte; cómo el sector servicios se empobrece y miran para otro lado; cómo quiebran los autónomos y planean imponerles cotizaciones más altas.
Pero sí tienen copiosos presupuestos para promocionar su imagen; imposiciones para complicar el trabajo y a veces la supervivencia de las empresas; leyes para limitar los derechos y las libertades ciudadanas; subterfugios para repartir de forma clientelar los fondos europeos.
La clase política actual -o casi toda ella- precisa una inmersión en democracia y un curso de altura de miras. Si sus dirigentes las tuvieran, habrían promovido un poder judicial independiente, que es la base de cualquier democracia. Y no habrían dado espectáculos bochornosos como el que acaba de protagonizar el principal partido de la oposición para sustituir a un líder que ya no ilusionaba ni a sus votantes.
La esperanza de prosperidad se ha perdido desde la crisis del 2008, y ni la pandemia ni la guerra van a permitir recuperarla. La palabra paz, que tanto significa para mi generación y las siguientes, empieza a parecer cada vez más deseo y menos realidad. Por tanto, con la prosperidad y la paz en riesgo, nadie puede ser indiferente a la mala política. Porque la desafección de los que ejercen el poder y la falta de liderazgos están en la raíz y en la causa de los graves problemas que tenemos que afrontar.
Se han cruzado demasiadas líneas rojas. Se ha permitido la deslealtad en Cataluña, se ha puesto en entredicho la división de poderes, se soporta la burla de Puigdemont, que no dudó en buscar el apoyo de Putin para la secesión. Se ha dado alas a partidos antidemocráticos a uno y otro extremo que solo se proponen enfrentar a la sociedad; unos, antieuropeos y antisociales, y otros promoviendo desde el poder la disgregación de España. Y se ha empobrecido al país, tanto por su deuda pública como por la pérdida de poder adquisitivo de las economías familiares. Demasiados errores.
Si la falta de liderazgo era preocupante en tiempo de paz, mucho más lo es ahora, cuando es preciso parar la guerra y evitar una calamidad mundial. Esa es la urgente prioridad. Porque toda la historia que he vivido desde que nací me ha demostrado que las guerras las pagan siempre los inocentes.
Tomen conciencia y actúen ya.