Lo veíamos pasear con un batín de seda por la carretera con el gato amarrado a una correa absurda. En la aldea no era frecuente que los vecinos se paseasen así, ni que los gatos tuviesen correa. La estampa chocaba con lo que era habitual en el pueblo, afanada la gente entre la viña y la huerta y abrigada con viejas sudaderas del Decathlón. Aquella seda y aquel deambular sin rumbo fijo lo convertían en un personaje irreal, extraído de otras circunstancias resumidas en cada dragoncete de su abriguín, tan extravagante en una bocarribeira de treixaduras.
Lo recordé al ver la imagen de Luis Medina despeinado y con una bata de cuadros que alguna vez intuí en la planta de oportunidades del Carrefour. Conducía al perro por el Viso y atendía a la prensa con una apatía inaudita, una de esas apatías anidada en un ADN de viejos privilegios que ha consumido hasta la elegancia. Algunas clases carecen de sentido de la vergüenza, lo que les permite mantener altiva la mirada aunque su moral esté salpicada de mugre. Confían en un orden que les ha beneficiado durante generaciones, en el que las cosas son como deben ser. Cualquier traspié es un fallo del sistema que acabará siendo corregido. En la coima que percibió por llamar al departamento de ventas del Ayuntamiento de Madrid para colocarles mascarillas defectuosas en plena pandemia, el fallo del sistema lo sitúa este cachorro de los Medinacelli de toda la vida en la Fiscalía, «ya sabes, todos de izquierdas y así actúan». En ese «ya sabes» deslizado por el marqués de Villalba en trámites está resumida toda una sociedad estamental, una pirámide más firme de lo previsto en la que quienes no se avienen a las normas de siempre han de ser considerados okupas, advenedizos, en fin, indeseables piojosos. Ya sabes.