
Los periódicos ingleses se agotaron ayer hasta en España. La muerte de Isabel II atrajo tanta atención en el mundo como era de esperar. Todos los acontecimientos relacionados con la familia real británica concitan un interés tremendo desde… casi siempre. Ninguna sorpresa, por tanto. Tampoco extraña el respeto con el que se está tratando su figura y su reinado, muy pocas excepciones aparte. Pero sí sorprende, me parece, el sentimiento profundo de pérdida, incluso en titulares: «We loved you, Ma'am» clamaba ayer en su primera página The Sun, el tabloide más popular del Reino Unido.
No es fácil de explicar semejante cariño a alguien que representa el imperio, la sucesión dinástica —es decir, el poder como herencia familiar— y la Iglesia anglicana, de la que es cabeza. Una mujer, al menos en apariencia, distante, nada efusiva, poco habladora, apasionada por la caza, clásica en su vestimenta, pero también en su acento perfecto y en sus modales sobrios y formales. Una viuda que, tras sesenta años de matrimonio, apenas consiguió sobrevivir uno a su marido. Si alguien quisiera construir un icono de la cultura popular descartaría esos elementos uno a uno y, por supuesto, el conjunto entero.
Carlos III se sitúa casi en las antípodas de este perfil. Pero le quieren poco: mucho menos que a su madre y menos también que a su hijo Guillermo, inminente príncipe de Gales. Quizá la condición humana se reconoce en algunos rasgos más que en otros. Además, Carlos se ha manifestado sobre algunos temas controvertidos y quizá ha bordeado la legalidad en cuestiones de dinero. Nunca se sospechó algo parecido de la reina, de la que nadie discute su sentido de servicio. Quizá por eso la querían tanto.