
Lo que se le pasa por la cabeza a Isabel Díaz Ayuso lo sabe ella y quien descubrió que cuantos más disparates emite, más atención recibe. Puede que haya una incomprensión generacional, porque de unos años a esta parte el viejo axioma que convertía en irrelevante toda exageración ha quedado superado por los acontecimientos. Hasta la simbólica victoria de Trump en Estados Unidos, la política tendía más hacia el minimal que hacia el barroco, de manera que había un cierto consenso en despreciar a los histriones porque se entendía que eran la cáscara de un charlatán. Pero hoy cotiza la verborrea, sintagmas de desbarres encadenados que antes recibirían el desdén colectivo pero que hoy, por increíble que parezca, son atendidos con aparente interés por señores muy serios que quizás no compartan la patochada pero que les parece útil y necesaria para triunfar en la arena.
Era difícil pensar que tantos años después del 75 alguien iba a sacar a pasear otra vez la confabulación judeo masónica comunista internacional y, lo que es peor, que muchos iban a escuchar el chiste sin sucumbir a la carcajada. Porque, a ver, no dista mucho de aquella vesánica teoría franquista esta otra ayusista que coloca al Gobierno de Sánchez al frente de un contubernio para el advenimiento de una república federal laica y de una conspiración para cargarse la corona, la capital de España, la bandera, el espíritu de la Transición, el ejército, el Poder Judicial y hasta la Guardia Civil; un malvado plan que acabará con toda la oposición en la cárcel, como en Nicaragua. Porque todo esto ha dicho Ayuso. Imagino que, para esta desfeita, Sánchez necesita a las decenas de miles de personas con las que el domingo me crucé en Madrid y a los que era difícil encontrar la hoz, el martillo, los cuernos y el rabo del diablo.