
La pobreza es como el pan duro, difícil de masticar. El actor Richard Gere experimentó en sus carnes la cara más amarga de la indigencia cuando rodó la película Time Out of Mind. Tirado en las calles de Nueva York, y caracterizado de pobre, comprobó cómo se volvía invisible. No era nadie. O algo peor, una especie de peligro, la clara expresión del rostro del fracaso, del que todo el mundo quiere apartarse para evitar caer en ese pozo por un descuido. Un ejemplo a la vista de a dónde se puede llegar cuando, por cualquier circunstancia, se da un mal paso, se pisa el terreno equivocado o alguien te empuja al foso. O cuando ni siquiera uno tuvo la ocasión de jugarle una partida de tú a tú a la vida. Sin embargo, incluso la más profunda penuria puede tener otra cara. El filósofo griego Diógenes de Sinope vivió como un vagabundo en las calles de Atenas, donde discutía con otros sabios como Platón. Vivía en una tinaja, no poseía nada y vagaba por las rúas buscando hombres honestos. Se convirtió en un apóstol de la pobreza como fuente de virtud. Paradójicamente, acabaron poniéndole su nombre al síndrome de acumulación de objetos inútiles. Richard Gere, tras su experiencia, recomienda dejar de lado los prejuicios y no juzgar a las personas que caen en el oscuro túnel de la miseria, cuyo eco siempre está presente. El mundo tiene muchas caras, y, mientras la banca amasaba unos beneficios fabulosos, personas como Arturo Varela solo tenían una lata de atún para cenar en Nochebuena, y en un lúgubre trastero. «Si una sociedad libre no puede ayudar a sus muchos pobres, tampoco podrá salvar a sus pocos ricos», dijo un día Kennedy.