
Hace dos años, la OceanGate Expeditions ofrecía un viaje a las entrañas del Atlántico Norte, al más puro estilo Julio Verne. Una aventura fascinante. Era una oferta para visitar el pecio del Titanic, a 3.810 metros de profundidad y a 600 kilómetros de Terranova, el mar de los desafíos. Un capricho, pues el billete cuesta unos 125.000 dólares por una de las tres plazas en el submarino Titan, que puede hundirse a cuatro kilómetros en hora y media para fisgonear en el escenario de una de las mayores tragedias marítimas. Ya en 1986 habían conseguido descender hasta la tumba del barco de los sueños con una cámara para verle la cara al fantasma de la terrorífica noche del 14 de abril de 1912. Son habituales, por otra parte, las noticias de piratas que sustraen tesoros hundidos desde hace siglos. Como si tal cosa, pero parece que cuando se trata de rescatar almas humanas las dificultades se multiplican y no hay posibles. Un año después del hundimiento del Villa de Pitanxo, que está a unos 1.000 metros de profundidad, aún no se ha llevado a cabo una operación para rastrear en las causas de su naufragio, la posible recuperación de cadáveres o la extracción de pruebas. Las olas, las mareas, el olor a salitre y las lágrimas y sinsabores que genera del Atlántico están demasiado lejos de Madrid. Posiblemente no entiendan que una viuda, un huérfano, la madre o el padre de un marinero tragado por el océano lo único que desea es tener una tumba en la que poder derramar lágrimas y depositar una flor. Hay gente sumida en un abismo de dolor, pero también habría que saber por qué el mar se tragó al Pitanxo, para prevenir nuevos disgustos o, incluso, repartir responsabilidades. Al mar nunca se le puede dar la espalda, deberían saberlo en Madrid.