Cuatro minutos del «Quijote»

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

30 abr 2023 . Actualizado a las 10:12 h.

Fui al Círculo de Bellas Artes de Madrid el sábado pasado, como tantos años, a participar en la lectura continuada del Quijote, y me tocó leer un pasaje que me gusta mucho. En realidad, me gusta todo el libro, pero ese capítulo LXXII de la Segunda Parte («De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea») es un momento especialmente grandioso. Don Quijote vuelve de Barcelona de ser derrotado y humillado por el caballero de la Blanca Luna. A punto de llegar a su aldea natal, en una venta del camino, se encuentra con don Álvaro Tarfe. Este es nada menos que uno de los personajes principales del Quijote de Avellaneda, la continuación escrita por otro autor sin permiso de Cervantes para aprovecharse del éxito de la primera parte del Quijote. En esta segunda parte, Cervantes no deja de soltar pullas contra ese Quijote alternativo, e incluso se preocupa de que su hidalgo haga o deje de hacer cosas (como el no ir a Zaragoza) solo para contradecir la historia de Avellaneda. Pero aquí Cervantes va más lejos y le roba a Avellaneda un personaje de su novela para meterlo él en la suya.

El caso es que, al oír el nombre de don Álvaro de Tarfe, don Quijote se encara con él. Don Álvaro le explica que se dirige a su patria, Granada. «¡Y buena patria!», exclama don Quijote. Aunque el que exclama en realidad es Cervantes, que, a diferencia de su personaje, sí había estado en Granada como cobrador de impuestos (el mayor literato español fue funcionario de la agencia tributaria, gobierno de España). Don Quijote exige a don Álvaro que le reconozca a él como el verdadero Quijote y al «otro», a quien don Álvaro ha dejado en el manicomio de Toledo, como un farsante. Al principio don Álvaro está confuso, pero enseguida se convence de que el hidalgo debe tener razón, porque este Sancho de verdad tiene más gracia que el «otro» y este Quijote más dignidad. El «otro» Quijote que se quedó en el manicomio de Casa del Nuncio en Toledo solo puede ser, por tanto, un loco que se cree otro loco. El que tiene delante es sin duda el «Quijote bueno», dice don Álvaro, y el otro el «malo». A lo que el hidalgo responde en su habitual estilo orteguiano: «Yo no sé si soy bueno; pero sé decir que no soy el malo». Así que don Quijote manda llamar a un notario para que don Álvaro declare y firme ante él que todo esto es así. Es decir, que Cervantes hace que un personaje de ficción de un libro jure ante notario que otro personaje de ficción de otro libro es más auténtico que un tercer personaje de ficción. Y, aunque Cervantes no lo dice, yo al leer este capítulo siempre me imagino al pobre don Álvaro Tarfe un tanto inquieto al poner su rúbrica, preguntándose si en el fondo no estará levantando acta de su propia inexistencia.

Se da la circunstancia de que esta es la última aventura de don Quijote, que a continuación cierra el círculo de su peripecia volviendo a su pueblo. A esta altura, el hidalgo ya ha sido derrotado en las doradas arenas de la playa de la Barceloneta y ha perdido la condición de caballero andante; pero este último combate al menos sí lo ha ganado, aunque sea sin luchar y por notario interpuesto. Y uno diría que es el combate más importante de todos, porque es el de su propia existencia. «Si viene vencido de los brazos ajenos —dice Sancho en ese mismo capítulo—, viene vencedor de sí mismo», que es «el mayor vencimiento que desearse puede». Y mientras leía yo esa frase en voz alta y meditaba en ella, una voz me volvió a la realidad. «¡Gracias, el siguiente!». Y dejé el estrado para que otro continuase con la historia.