Suele decirse que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Sin embargo, este aforismo resulta difícilmente aplicable al Partido Republicano y a los votantes norteamericanos que siguen apoyando, de manera incomprensible, por no decir irracional, a un personaje encausado, polémico y destructivo como Donald Trump. Un pseudo político que sigue proclamándose víctima de todo tipo de conspiraciones a la hora de enfrentarse a la enésima acusación, por instigar el asalto al Capitolio el 6 de enero del 2021 al objeto de impedir que el candidato legítima y democráticamente elegido en las urnas, Joe Biden, pudiera acceder a la presidencia de EE.UU.; episodio durante el cual murieron cinco personas, resultaron heridos numerosos efectivos policiales y se produjeron cuantiosos daños y saqueos a la propiedad pública. Alguien a quien se le han incautado numerosos documentos secretos sin autorización y sin la debida custodia en una de sus propiedades, y a quien el que fuera su propio vicepresidente pone en tela de juicio, sigue apareciendo como el candidato republicano favorito a las próximas elecciones presidenciales.
Un país como Estados Unidos, que tiene a gala ser la democracia más antigua de la era contemporánea, debía plantearse muy seriamente establecer un código deontológico con los requisitos que todo candidato a la presidencia debe cumplir. Con esta norma se evitaría que personas de dudosa capacidad moral y/o encausadas accedieran al Gobierno federal. Porque, al igual que en toda profesión ejercida para velar por la salud, la seguridad, la indemnidad y la educación de las personas se exige una formación reglada, experiencia y pericia, mucho más debe demandarse de quienes tienen en sus manos los destinos de una nación. Con ello se evitaría que ególatras sin escrúpulos que se burlan de las leyes acaben gobernando sin otro criterio que el humor con el que se levantan por la mañana.