El fútbol tiene que hacérselo mirar. Así, en general. Deporte rey y mendigo. Porque siendo maravilloso y masivo, tiende a destaparse en demasiadas ocasiones como un indigente moral e intelectual. Quizás sea esa sensación, basada en hechos reales, de estar por encima del bien y del mal, de saberse una religión. La ventaja de jugar en otra liga por sus ingresos, sus facilidades para los pelotazos (fuera del campo), su locura contagiosa… Cabe una reflexión por parte de sus directivos, sus estrellas y sus aficionados. Lo que se escucha en ciertos partidos de alevines y benjamines, los más pequeños, es un catálogo de barbaridades que haría sonrojar a un matón. Papá y mamá quieren un Messi, un Cristiano, y nadie se va a interponer entre su retoño y esa carrera fulgurante. Ese es el abono que recibe el terreno de juego. No ocurre lo mismo en otros deportes, que no parecen tan anegados por estos ríos de testosterona. Nadie está obligado a lanzarle flores al adversario, pero insultar a otro aficionado delante de niños de diez años, vejar a futbolistas de categoría infantil o mandar a fregar la cocina a una adolescente que pita un fuera de juego no debería figurar entre las opciones de ocio del fin de semana. Habría que recordar que, tras años masticando el mensaje de la furia, aquí se ganó con el talento y el esfuerzo.
Y, cuando se destaca «lo que genera» este negocio, como si ciertos datos fueran un cheque en blanco que lo justificaran todo, habría que separar lo que producen económicamente las figuras mundiales de los sueldos inflados de otros futbolistas y de las vicisitudes de los clubes que han tenido que ser salvados con mil triquiñuelas legales porque la cosa no daba para más.