El dominio de dos lenguas suele capacitar para entender mejor una tercera, así que hasta podría parecerme bien que la gente vaya haciéndose al sonido del catalán y del gallego. El euskera ayuda menos con idiomas nuevos. Como es lógico, esto durará poco, quizá un par de semanas, porque la gente quiere que la entiendan. Ir a Madrid para que nadie te escuche parece una pérdida de tiempo y de recursos, así que dejarán de hablar en lenguas más bien pronto. Los cientos de miles de euros que se ha comido esta operación podrían haberse gastado en algo que me preocupa más: el crecimiento incesante del analfabetismo funcional. Aumenta el número de personas que saben leer y escribir, pero con muchas dificultades. Tampoco entienden bien o simplemente no entienden la señalética de un aeropuerto o de las carreteras. No sé si incluyen en la categoría de analfabetos funcionales a quienes saben leer y escribir pero en sus idiomas de procedencia, no en los nuestros. Tampoco sé cómo se aplica aquí aquella famosa sentencia de Mark Twain: «Quien sabe leer y no lee no tiene ninguna ventaja sobre quien no sabe leer».
España, uno de los países más alfabetizados del mundo gracias a la Oprobiosa y al avance de la enseñanza obligatoria, anda cerca del millón de analfabetos funcionales. Muy lejos de los abrumadores 47 que suma Estados Unidos, es verdad. Pero con el analfabetismo funcional se agudiza la dificultad para integrarse en la sociedad, para participar en la vida pública o encontrar trabajo. Esas dificultades terminan engendrando marginalidad, exclusión y, por fin, violencia.
No se trata solo de poner remedio al sangrante abandono escolar. Vayamos a los problemas reales y dejemos los realities para las teles.