
Me gustan los cuentos sin moraleja y prefiero a menudo lo que se apunta en las oraciones subordinadas o entre rayas. Y hasta el jueves me interesaba poco David Fincher, aunque aprecio algunas películas suyas y la serie House of Cards. Anda presentando su última cinta, El asesino, y tropecé con una entrevista que le hicieron en El Mundo. Hubiera prescindido de ella pero el título hizo su trabajo: «Cuando a la gente le das un cuento sin moraleja, se confunde y culpa al director». Justificaba así el rechazo inicial de la crítica y del público que recibió El club de la lucha y su posterior y progresiva elevación a las alturas. A la gente siguen gustándole mucho los cuentos: en especial, los que acaban bien, aunque los que acaban mal han ido ganando cuota de mercado. Sin embargo, los que acaban en suspenso o simplemente no acaban producen rechazo en su inmensa mayoría. Ahora quizá más. Sobre todo, si carecen de la moraleja que los explique.
Tal vez se deba a la polarización extrema o a la costumbre de que nos lo den todo pensado. ¿Cómo emitir, por ejemplo, una serie sin agenda ideológica? La conciencia del activista lo impide. Ahora ya ni siquiera basta con una agenda oculta, como se decía antes, sino explícita y con moraleja. Hasta sospecho que muchos creadores preferirían no ir tan lejos, porque los fines políticos casi siempre dañan los artísticos: los poemas menos buenos del gran Alberti se usan para ejemplificar esto.
Solo fui una vez con mi hermana al cine. Se enfadó muchísimo porque la película terminaba mal. Ni doce años tendría ella. Los adultos de hoy gruñirían por la ausencia de una moraleja nítida que les sitúe a favor o en contra. O se liarían, como dice Fincher.