
La guerra es una gran oportunidad para la regeneración. Es el tipo de caos en el que los hombres no solo ponen a prueba sus artefactos bélicos y la argamasa que une sus Estados, ellos mismos se ponen a prueba y así pueden alcanzar la gloria. Además, la guerra resulta emocionante, estimulante. Sin el sacrificio de muchos hombres, mujeres y niños, la humanidad no avanzará. Santificados por la batalla, los supervivientes surgirán como los primeros miembros de una nueva sociedad, de una nueva humanidad.
Por descontado, yo no sostengo ni una sola de las anteriores afirmaciones. Son ideas viejas. Me sorprendo a mí mismo leyéndolas en textos de hace un siglo, textos que eran vanguardistas (pienso, por ejemplo, en el futurismo). Ideas extravagantes, que a mí me hacen daño solo al leerlas. Pero tengo que reconocer que, hoy como ayer, son muchos los que se creen todo eso a pie juntillas. Y, lo que es peor, buena parte de quienes se lo creen tienen poder, mucho poder, bien sea político bien sea económico o ambos a la vez, y juegan con nosotros como piezas de ajedrez, como elementos absolutamente prescindibles e intercambiables en aras de un bien mayor: todo un programa de ingeniería social y económica que Naomi Klein identifica como «capitalismo del desastre», pero no se confundan, lo practican con singular maestría neoliberales, comunistas y anarquistas. Los animales son feroces, pero no crueles ni utilitaristas: nosotros sí.