
Mi amigo Jordi se siente catalán. En realidad se llama Xurxo y es de Coristanco, pero cuando fue de viaje con el colegio a Barcelona, hace por lo menos treinta años, decidió que él pertenecía a aquel mundo. El mundo moderno y artístico catalán. Entonces se cambió el nombre y aprendió la lengua de Joan Margarit. Aquí, en su patria biológica, se matriculó en la Escuela de Arquitectura, desde la que se dejó engatusar por los Bofilles y los Bohigas. Un día, saliendo de clase de Estructuras, se cayó, como San Pablo, del caballo y descubrió la cruda realidad: España nos roba. Quería decir, obviamente, no que España robase a los gallegos, que probablemente también, sino que España roba a los catalanes, y además que lo viene haciendo desde el siglo XVII. Desde entonces, cuando tiene que ir a Madrid —en tren o en coche—, al entrar en la provincia de León murmura: «Cuidado con las carteras».
El caso es que hace diecisiete meses en la autopista, llegando a Sigüeiro, lo pilló un radar a 200 km/h. Y lo han condenado a dos años de cárcel y cuatro de retirada del carné. Ahora, con la amnistía de Pedro Sánchez, está moviendo Roma con Santiago porque, explica, su delito estaba relacionado con el movimiento independentista catalán. Dice que cuando en la radio contaron que Puigdemont había sido detenido en Cerdeña e inmediatamente puesto en libertad, le subió una ola de calor por el cuerpo que identificó con la ira independentista contra el Gobierno español, y pisó el acelerador a fondo.