Paquita y Wenceslao

OPINIÓN

ED

14 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Es sorprendente lo que puede uno encontrarse entre las hojas amarillentas de un libro de segunda mano. Yo he llegado a toparme desde recibos del tinte hasta cartas de amor o estampitas de santos. Mi último hallazgo ha sido en un ejemplar de Las siete columnas de Wenceslao Fernández Flórez que me compre en una librería de viejo del madrileño distrito de Chamberí. Es la edición de 1926, pero su lectora, Paquita, lo compró o lo empezó a leer más tarde. Sé que se llamaba Paquita porque escribió su nombre en la página de respeto con tinta china y buena caligrafía. Aparte del nombre de pila, la otra cosa que sé con certeza es su peso: 59 kilos y 100 gramos. Lo sé porque a medio libro me encontré con la tarjeta de una farmacia de la calle Ríos Rosas donde lo dice (la farmacia aún existe, aunque ahora tiene otro nombre). Pero lo que más me llamó la atención fue la fecha en la que se pesó Paquita: 18 de agosto de 1936.

Agosto del 36. La guerra había empezado el mes anterior. En Madrid el golpe había fracasado y la ciudad se encontraba sumida en un caos revolucionario. Igual que en «el otro lado», se sucedían las detenciones arbitrarias de inocentes y los «paseos». En Madrid aparecían cada mañana docenas de cuerpos en el Parque del Oeste o en la Pradera de San Isidro, la misma que había pintado Goya en colores alegres para sus tapices. Antes de que acabase el año serían asesinados así miles de madrileños. El propio Fernández Flórez, al que estaba leyendo Paquita, se encontraba escondido aquel agosto sangriento. El autor de El bosque animado era un conservador maurista que nada tenía que ver con el golpe, pero escribía en ABC, lo que en sí mismo era una condena a muerte (la plantilla del periódico fue diezmada, no solo los redactores y colaboradores sino también los obreros de los talleres). Wenceslao, que logrará escapar de milagro tras meses en la clandestinidad, lo contó luego en un libro de recuerdos, por lo que se puede calcular qué hacía mientras Paquita le estaba leyendo. Tras recibir el soplo de que iban a por él, el escritor había huido de su casa y estaba oculto en un piso interior, precisamente a muy poca distancia de su lectora, esperando con miedo y estoicismo a que sonase el timbre. La muerte le rozó con el codo varias veces. Un día unos milicianos iban a llevárselo, pero uno de ellos lo impidió y luego le susurró al oído: «Soy lector suyo». Otra vez una patrulla cenetista le pidió su nombre para cotejarlo con una lista, pero el miliciano no entendió lo de «Wenceslao» y escribió solo «Fernando Flores» en vez de «Fernández Flórez» («Nunca fui tan feliz de ser ignorado», escribe el autor coruñés, que hasta entonces siempre había odiado su nombre raro). Recuerdo que una de las escenas más sobrecogedoras del libro tiene lugar cuando un retén se lleva a la familia del piso de al lado a una «checa» y dejan la puerta sellada, con el gato dentro. Wenceslao describe de manera minuciosa los maullidos cada vez más desesperados del animal acosado por el hambre, y cómo se identifica con él, también él atrapado y hambriento, hasta que los maullidos se van haciendo más débiles y se extinguen del todo.

Me pregunto si Paquita acabaría el libro. Su mera posesión en aquellos días era un peligro si hubiese un registro. En todo caso, aún me esperaba una sorpresa más entre las páginas: la propia Paquita, en un negativo de foto en el que se le ve con los que supongo que serían sus padres. La foto es tan vieja que los rostros están borrosos, como todo lo que frota la yema del dedo del tiempo.

?