Después de un tiempo de silencio en el que permaneció mudo y quieto, con sus agujas paralizadas, sin que por la mar se perdiera el eco de sus campanadas deletreando las horas y las medias, anunciando el Ángelus y la medianoche, el centenario reloj de la torre de la iglesia de mi pueblo fue restaurado. Rehabilitado por maestros artesanos, que recompusieron la medida de las horas, contando el tiempo que nos queda, y pusieron a punto su cantarina sonería, que quiebra la noche acompañando a los insomnes y a los noctívagos.
Y desde lo alto vigila como faro y guía, mirando con su monólogo de noble católico y sentimental, como el señor de Bradomín, a todo un pueblo que creció a sus pies.
Para mí, que reclamé insistentemente que el reloj volviera por sus fueros, fue la buena noticia que me regaló el nuevo año.
Sostuve que un pueblo estructurado y señero no está completo si le falta, si se mantiene silenciado, el reloj de la torre, y si no tiene una completa librería, que en mi pequeña ciudad no faltó nunca.
Me interesaron los que despertaban mi curiosidad, de todo tipo, desde los que fijaban el sol en las paredes, los precisos relojes de sol capaces de reproducir con exactitud las horas que transcurrían indolentes, a los de agua, la clepsidra, el primero que desde la cultura babilónica medía el pasar del tiempo.
Por supuesto, los de pulsera, bolsillo o salón estuvieron más cercanos a mi afición.
Los hombres llevamos relojes de pulsera, que inicialmente estaban reservados a las mujeres, desde la primera Gran Guerra, en la que aprendimos a medir el tiempo en las trincheras mirando el artilugio sujeto a la muñeca. Desde entonces se puede considerar una joya masculina de gran valor social, según el precio y prestigio de la marca.
Las jóvenes generaciones están desertando del reloj de pulsera, como antes sus antepasados abdicaron del de bolsillo. Ahora el teléfono móvil está sustituyendo masivamente al entrañable aparato, al que ni los digitales, un microordenador en el antebrazo, consiguieron derrotar. Y ahí están los ostentosos Rolex, los exquisitos Patek Philipe o Hublot, herederos de los Omega o Longines, pilares de la clase media.
No quiero olvidar al fachendoso reloj de bolsillo que creció en el relato oral de Carlos Casares, que exhibía un retornado de la Habana y que, cambiado por sus hijos, llegó a ser una imitación hasta que, arrepentidos, se lo reintegraron al padre. Unos días de oro y otros de hojalata. Se acostumbró a contestar, al ser preguntado si era de oro o falso, que «ten días». Relojes, contaba Casares.