Las cumbres sobre el clima suelen finalizar con la firma de una declaración de intenciones aprobada las más de las veces por unanimidad. Sin embargo, en pocas ocasiones se llega a firmar un documento jurídico que comprometa a los países, empresas y ciudadanos. O sea, no se consigue un marco de obligado cumplimiento. Los resultados son más una llamada de atención colectiva para incentivar actuaciones necesarias e imprescindibles. La pasada cumbre de Dubái (COP-28) no es una excepción.
No debemos olvidar que una transición energética revela una heterogeneidad de situaciones históricas, económicas y geográficas; y, aunque repose sobre un objetivo medioambiental concreto, existen otros pilares relevantes que inciden en esa meta. Son los que afectan a la política, economía y sociedad. Tres ejemplos: ahora se busca limitar el aumento de la temperatura con relación a los niveles preindustriales en un 1,5ºC para el 2050, cuestión ya definida en la COB-15 de París. Ante ello, son numerosos los países que no son capaces de asumirlo, intentarlo y acometerlo. Existe, por tanto, una fuerte presión de ciertos estados para evitar ese compromiso. En referencia al objetivo de abandono total de las energías fósiles (carbón, petróleo y gas), que representan más del 80 % de las energías primarias, se va retrasando progresivamente su acometida, al contrastarse el divorcio entre las aspiraciones y la realidad. En lo que atañe a la reducción de la tasa de carbono, también se retarda el cumplimiento de sus límites, en la medida que se escamotean los procesos de transición y se solicitan más moratorias.
Las transiciones energéticas no reposan en un solo objetivo, el climático, sino que lo hacen bajo cuatro pilares: el medioambiental, el político, el económico y el social. El pilar medioambiental demanda reducir los consumos de energía fósiles, en la medida que provocan la emisión de gases de efecto invernadero, causantes de los aumentos de la temperatura. Sabiendo que los combustibles fósiles fueron los principales motores del crecimiento, proceder a su reducción podría afectar al crecimiento mundial y, sobre todo, al de las economías de los países emergentes, cuyo modelo de crecimiento industrial depende de dichas fuentes energéticas. El potencial de progreso de dichos países hace que intenten ralentizar las decisiones internacionales. De no actuar, es fácil advertir que la tendencia actual nos conducirá a un aumento de la temperatura en 5ºC, en el año 2100.
El segundo pilar, el social, se refiere al acceso a la energía (particularmente, la electricidad), que constituye un requisito imprescindible para el desarrollo. Muchas regiones del mundo están privadas de dicho requisito. Si no hay electricidad, habrá migraciones. Sin energía, sin agua, sin salud, sin educación, no habrá buenos rendimientos agrícolas ni industriales. Tampoco habrá garantía de seguridad, ni equilibrio de territorios. Por tanto, es una necesidad que ofrece nuevas perspectivas a las economías menos desarrolladas.
El tercer pilar es el político, sobre el que es preciso decir que no hay independencia política sin independencia energética. Lo estamos viendo diariamente a través de la guerra en Ucrania y en los intentos de los países productores de petróleo de subir los precios.
Finalmente, el pilar económico hace referencia a que ningún país se presta a sacrificar la competitividad de sus empresas. Dado que la competitividad depende de muchos factores, entre ellos el coste de trabajo, del capital y de las materias primas, la energía se encuentra en este último componente. El crecimiento de los precios de la energía degrada los márgenes de beneficios e incide en las inversiones de futuro. Por tanto, está correlacionado con los procesos de deslocalización. De ahí las preocupaciones gubernamentales.
Lamentablemente, en la COP28 de Dubái hay coincidencia en que «sobrepasar los 1,5ºC se está convirtiendo en inevitable» y que «la quema de combustibles fósiles alcanzará este año el máximo histórico». En suma, pocos avances y escasos compromisos.