Crimen en Castro-Urdiales: maternidad soñada, trágica pesadilla
OPINIÓN
Rumiaba yo la idea de asomarme de nuevo a estas páginas al fin de socializar con los amables lectores alguna reflexión, tal vez de interés. Una de ellas venía de la mano del discursito de una chica catalana, de apellido Nogueras, en nombre de Junts, en el Congreso. Hubiera hecho las delicias de Freud, Adorno, Bourdieu, Tajfel... quienes, a través de unos u otros afluentes, desembocaron en el brillante estuario del «narcisismo colectivo» que ha infectado a tantos pueblos. A menudo, insuflados de aires supremacistas. Y, muchas veces, con catastróficas consecuencias. También dediqué algunas zozobras a ese asunto de la «zorrería» eurovisiva, con ese intento de resignificar insultos y desprecios ancestrales. ¿Será rentable ese esfuerzo? ¿O será peor el remedio que la enfermedad? En estas andaba un servidor cuando la actualidad lo abofeteó brutalmente. Silvia, catequista, celadora de hospital, religiosa estricta, aparece muerta en los asientos traseros de su propio coche y en su garaje. Mostraba heridas profundas de arma blanca en el cuello, manos y pies atados, múltiples contusiones y bolsa plástica enfundando su cabeza.
Todo indica que los autores de tal atrocidad han sido sus hijos, de 13 y 15 años. De origen ruso, fueron adoptados por Silvia y su marido cuando tenían 4 y 5 años, respectivamente. Un acto de amor de alto calibre. Aunque nunca faltarán cínicos que afirmen que detrás de muchas adopciones palpitan más las necesidades de los adoptantes que las de los adoptables.
Antes de nada, no sería mala idea dar por visto al primer elefante en esta habitación: los críos también matan. De manera infrecuente, pero no demasiado excepcional. Frente al estereotipado cliché del niño como estandarte de la inocencia, la bondad, la indefensión, se alzan evidencias menos románticas, más prosaicas y desagradables. Obviamente, no es posible disponer de una gran teoría, general y unificada, que permita explicar toda la inmensa casuística criminal con protagonistas infanto/juveniles. Pero tengan certeza de que el menú de explicaciones no varía gran cosa en comparación con el de adultos.
Por ahí andan la ira, la frustración, el impulso incontrolable, el rencor tóxico, los terribles celos, la susceptibilidad paranoide, el delirio convertido en fantasía homicida (casi siempre al servicio de restaurar un daño, una ofensa percibida, de reponer alguna suerte de equilibrio, de «justicia», de reordenar la balanza de agravios a través de la justiciera venganza). Y también el acceso ilimitado a juegos, videojuegos, películas, en las que la liturgia de la violencia contra el prójimo aparece convenientemente ritualizada, justificada. Y hasta legitimada por códigos estéticos acerca de su belleza, del arte de la «acción». Y convertida en proveedora inigualable de esa excitación, emociones fuertes, aventuras, que algunos temperamentos demandan.
Parece ser que la convivencia en esa casa no iba bien. Cuentan los vecinos que la frecuencia e intensidad de las discusiones iban en aumento. Que el hermano mayor ya había mostrado alguna inclinación violenta en su relación con las chicas de su edad. Y algunos apuntan que las exigencias académicas, y un cierto rigorismo religioso, habrían sido motivo de frecuentes disputas. Un ecosistema propicio para que la mejor intencionada de las siembras, semillas de amor, coseche brotes de odio.
Y para acabar, iluminemos sin miedo al otro paquidermo insidioso que anda por aquí suelto: el éxito educativo con los hijos nunca es fácil. Hacen falta destrezas parentales que no siempre están disponibles. Y a veces, ni así; la materia prima a educar es menos moldeable de lo que fuere menester. Pues en las adopciones (exitosas en su gran mayoría) concurren todos esos riesgos y algunos más. Trastorno de apego reactivo, lo llaman. Si aparece, lo hace de mano de la adolescencia: ¿Por qué mis padres no me quisieron? ¿De dónde vengo? ¿Quién soy realmente? ¿Soy querido? Y cuentan los expertos que no pocas veces tales preguntas están teñidas de angustia, depresión, rumiación neurótica, y pueden preludiar episodios clínicos de todavía mayor entidad. Quizá la más profunda y penetrante explicación de lo ocurrido se cobije entre líneas de estas recientes palabras de Silvia en sus redes sociales: «Qué ironía. Vives sin decir nada para evitar el conflicto. Y vives en conflicto por no decir nada». No es difícil intuir ahí un subtexto de petición de auxilio. Ahora, claro. Tal conflicto, ese último elefante, se adueñó de la habitación. Descanse en paz Silvia. Y aplíquese a esos críos lo más justo de las leyes. Pero ese debate ya sería agua de otro manantial.