Zapatos con y sin tacón, de fiesta o de calle. Chaquetas de sport o de vestir. Vestidos largos o cortos. Lista de actores con y sin Oscar. Hombres de la oficina que van con la camisa por fuera del pantalón y hombres que la llevan por dentro (son dos tipologías muy distintas, se dice). Clasifica y jerarquiza conceptos, haciendo grupos de cosméticos, champús y productos de limpieza, mientras se dice que no todas las mujeres son madres, pero sí las madres son mujeres. Recados pendientes, tareas, lista de la compra, de enemigos (lista negra), pensamientos y encuentros extraños. Es como si su caótica y asustada mente necesitara ese orden absurdo que sus listas le ofrecen. A través de las listas, ella ya es la que debería ser.
Hoy, al llegar a casa, la lista de palabras es un torbellino cuyo vértice le remite a un solo sentimiento, el que ha vivido de manera intensa durante todo el día: estancamiento, miedo, pesadumbre, ¿un poco de vergüenza? No es exactamente pena, ni tristeza, sino otra cosa: una pegajosa sensación de miel en el tuétano de los huesos. Toma papel y apunta: tipos de culpa. Culpa por no haber ido a recoger a los niños al colegio. Culpa por no ayudarles con los deberes, pues aún tiene que enviar correos del trabajo. Culpa por ayudarles, ya que tendría que estar trabajando. Culpa porque gritó a su marido sin motivo. Culpa por pensar que le gustaría estar sola, o porque sueña con huir y no volver. Culpa por no ir al gimnasio. Culpa porque hoy, cuando estaban en una reunión muy importante, desconectó de lo que se decía y se imaginó a su jefe desnudo. Culpa por no visitar a su madre. Culpa por sacar una pizza de la nevera y no cocinar pechugas a la plancha con verdura. Poco a poco, la mancha se extiende, crece por el pecho como la podredumbre en el corazón de la manzana. A punto de terminar la lista, una nueva culpa acude a su pensamiento. De sus dedos ya brotan las palabras: culpa por sentir culpa.