Las nuevas apuestas económicas están centradas en la progresiva adaptación industrial a los nuevos tiempos y estrechamente vinculadas con la necesaria y obligatoria transición energética y digital. Ambas dinámicas requieren enormes cantidades de potencia informática para funcionar, lo que supone disponer de grandes granjas de servidores que utilizan agua para poder enfriar los equipos. Es decir, las empresas de alta tecnología aumentan el uso de agua para poder operar, lo que empieza a generar una gran preocupación en lo que respecta al impacto ambiental que ello supone.
Dicho en otras palabras, el viento y el agua se ha convertido en los pilares básicos de las alternativas industriales de los territorios y los gobiernos deben ser capaces de saber administrar, gestionar y evaluar dichas alternativas, so pena de facilitar una degradación y un deterioro súbito de su medio natural.
Los estudios disponibles afirman que «la demanda de inteligencia artificial aumentaría la extracción de agua entre 4.200 y 6.000 millones de metros cúbicos para el 2027»; esto es, aproximadamente, la mitad de la cantidad consumida por el Reino Unido en un año. De ahí que los investigadores llamen la atención sobre los umbrales límites y se aborde la huella hídrica. A modo de ejemplo, Microsoft aumentó su consumo de agua un 34 %, Google un 22 % y Meta un 3 % como consecuencia de su creciente uso de centros de datos. Esta circunstancia exige que los proyectos industriales y de inteligencia artificial deban proporcionar información detallada sobre el uso de energía y sobre las necesidades de agua que se requieren.
Los costes energéticos son un factor esencial en la localización de las industrias. Antes se recurría al carbón, una fuente muy contaminante pero no cara. Ahora, las empresas se desplazan allá donde la energía es más barata y donde las regulaciones gubernamentales son más laxas. Se producen, por tanto, deslocalizaciones o fraccionamientos de la producción y, con ello, la existencia de dumpings medioambientales. De esta manera se entiende la proliferación de los proyectos industriales en Galicia y en otras latitudes donde determinados recursos naturales básicos e imprescindibles son accesibles, abundantes y baratos. En este sentido, conviene recordar que tanto los centros de datos —tan necesarios en economías digitalizadas— como ciertas industrias de transformación —basadas en la utilización de energías renovables— requieren de una elevada intensidad de recursos hídricos que, por definición, son un bien público.
Muchos de los proyectos no solo son muy intensivos en energía, sino demandantes de subvenciones, lo que puede estar generando en un futuro muy próximo una sobrecapacidad de oferta y un aumento de la competitividad del país por las exportaciones. Pero, también, resulta revelador que la primera decisión que adoptan muchos gobiernos autonómicos, ante una crisis de escasez, sea elevar la carga fiscal del bien o del recurso afectado, en este caso el canon del agua.
De esta manera, no se puede hipotecar el futuro de un país por un mimetismo industrializador de corte tradicional o por una alta rentabilidad financiera a corto plazo; sino que es preciso incorporar en la toma de decisiones nuevas herramientas, como las derivadas del análisis coste/beneficio medioambiental. Y, a resultas de dicha evaluación, y con transparencia, adoptar la mejor decisión. Nuestra historia reciente está preñada de buenos y malos ejemplos. Lo recomendable es no insistir en los malos, ni replicar los que contribuyeron a deteriorar nuestro patrimonio, sino apostar por un desarrollo equilibrado, armonioso y sostenible.