El artículo 47 de la Constitución, que otorga a todos los españoles el derecho a una vivienda digna y adecuada, obliga a los gobiernos a promover las condiciones para que así sea. Sánchez acaba de anunciar que pondrá en el mercado más de 100.000 viviendas; promete unos 20.000 pisos públicos y de alquiler asequible, unos 50.000 de la Sareb y unos 45.000 financiados a través del ICO. Las cifras son increíbles para los necesitados e ilusorias para los escépticos. Unos y otros pueden coincidir sobre qué es una vivienda digna, pero no sobre qué es una vivienda adecuada.
El trabajador precario, que está tan lejos de la hipoteca como la hipotenusa del ángulo recto, asume que para tener un piso hay que ser pijo. Hace décadas, el pijo era un individuo que, por su vestimenta, lenguaje y modales, parecía de clase media-alta. Sin embargo, la sociedad española se ha hecho más compleja. Los pijos y pisos ya no son lo que eran. Hay pisos para pijos carcas o progres, de alta alcurnia o de barrio. Desde una buhardilla, a modo de estudio, con menos de 30 metros cuadrados, en un casco histórico rehabilitado con fondos europeos, a un dúplex, de titularidad y convivencia compartida, reformado con fondos de dudosa procedencia, con más de 300 metros cuadrados, en un barrio de alto standing, donde gracias al liberalismo ambiental cualquiera puede residir y circular libremente sin coincidir con su ex.
En la España del desarrollismo no eras nadie sin un pisito. El piso era el bien inmobiliario más preciado por la clase media-baja, antes de convertirse en clase media aspiracional, en esa clase que ansía ser propietaria de una segunda residencia, un adosado o pareado con piscina colectiva o, mejor aún, un chalé independiente con piscina propia. Las periferias de las ciudades se iban llenando de exclusivas urbanizaciones y piscinas, mientras que en los centros históricos los propietarios de pisitos acababan por vendérselos a fondos buitre, que los transformaban en viviendas turísticas.
Arrese, aquel falangista que puso Franco al frente del Ministerio de la Vivienda, al final de la autarquía, vaticinaba que España sería un país de propietarios y no de proletarios. Medio siglo después, el neoliberalismo abría la caja de las plusvalías inmobiliarias. La clase media se había ido definiendo más por sus propiedades patrimoniales que por sus salarios. El negocio estaba más en el suelo que en el sueldo, más en la hipoteca que en la vivienda. Lo de menos era el derecho a un pisito adecuado.