
El título de este libro de cuentos de Elssie Cano nos puede orientar; es posible que el lector intuya desde el principio que se encuentra ante una obra inquietante. Al adentrarnos en el texto descubrimos que no estábamos equivocados, la lectura nos perturba cada vez más; no obstante, deseamos continuar, ya que absorbe la atención, quizá porque deseamos aminorar la intensidad de lo narrado o porque se va despertando en nosotros la bestia que cada ser humano encierra dentro de sí.
Si alguna vez hemos sentido que la existencia humana le ha tomado visos de semejanza al infierno, podemos comprobar en este libro que un gran escritor podría reflejar esa oscura sospecha que ocultamos —entre otros motivos porque careceríamos de interlocutor—. Eso lo realiza Elssie Cano con su escritura, en la que destaca —aunque se esconde también al verse desplazada por la crudeza de las historias— la maestría en el uso del lenguaje. Es tan espantoso lo que nos cuenta que podríamos olvidar, cegados por el contenido, obnubilados ante el fondo, que el resultado es posible por la forma; las palabras discurren fluidas, encajan a la perfección. El objetivo parece ser despertarnos desde el reconocimiento del horror hasta el horror, con pocos espacios para huir, sin mucho lugar para la esperanza; es verdad que los personajes tienen conciencia del bien moral, saben lo que es bueno y malo, pero la autora no repara en acercarnos al abismo, sin prestarnos una red en la que poder caer si resbalamos. Algunos de los cuentos son relatos de terror, de un miedo metafísico que no se refiere a la existencia de fantasmas que podrían asustarnos por la noche, sino al desvelamiento de la estructura de la realidad en su sentido más profundo y que nos atrapa sin salida. El ser humano aparece aquí como el sostén de un monstruo, el representante en la tierra de la maldad mayúscula, el profeta del dolor sin fin, la caída infinita en el universo infinito, absurdo, incontinente en la creación de criaturas a cada cual más compleja y condenada por un destino ciego.
La autora no se recrea en la belleza del mundo, no nos muestra el paraíso ni su inconfundible sello, pero trabaja a la perfección en el ejercicio del lenguaje; la lengua española alcanza aquí un ejercicio extraordinario. Ella habla del horror del mundo y de lo humano, de la imposible salvación, y mientras lo hace se salva a sí misma y nos salva a los lectores a través de la brillante determinación de su escritura.