
Uno de mis mayores placeres en vacaciones es bajar temprano a comprar dos o tres periódicos, desayunar y ponerme a leerlos con toda la calma del mundo. Pero de un tiempo a esta parte me resulta cada vez más difícil cumplir con ese ritual. Vaya por delante que soy un enamorado del papel y que el clímax lo alcanzo cuando termino de hacer el crucigrama: en esto soy fiel hijo de mi padre. Pues bien, cada vez hay menos sitios en donde comprar periódicos, los quioscos están desapareciendo a velocidad de crucero y parece que a nadie le importa. A mí sí, y mucho. Porque el quiosco no es solo el establecimiento en donde te venden la prensa, un chicle, un lápiz, una libreta o un cuaderno Rubio. Es mucho más.
El quiosco es un lugar comunitario, un espacio de socialización y cultura, un baluarte frente a la soledad y el anonimato… Los quioscos son, si me apuran, un servicio público. Nuestras calles son menos nuestras sin quioscos, y no nos damos cuenta. No soy el primero en lamentarme de este fenómeno, ahí está internet para evidenciarlo, pero mucho me temo que seré uno de los últimos porque, a pesar de esas hermosas columnas que otros autores les dedicaron, los quioscos siguen desapareciendo. Lo mío no es melancolía ni nostalgia. Es pesadumbre, desazón, disgusto. Es rebelión frente a un fenómeno que considero malo en términos sociales. Por eso, honrar a quienes desempeñan este trabajo me parece de elemental sentido común.