«Pola testa de Galicia xa vén salaiando a i-alba». García Lorca, la sangre de Granada, entregó su pluma encendida a la romería de A Barca de Muxía. «¡Ay ruada, ruada, ruada da Virxe pequena!». Ni siquiera sus «pombas de vidro» traen ni llevan ya la magia del santuario pétreo. Ahora náufraga desde hace unos años porque dejaron su lancha arrinconada y abandonada. «A pedra bala que bala... tan alegre e tan contenta». Eran tiempos. También han dejado silenciada a nuestra Rosalía. Su «barca dourada», su «barca pequena», está para el desguace. Nuestro mar siempre está demasiado lejos de todo. Su poder asusta y admira al mismo tiempo. Al pie del santuario de Muxía permanece abandonado un trozo de la Pedra de Abalar, testigo del desdén y el descuido de unos y otros y la pregunta eterna de la mayoría. Más allá permanece el espectro de lo que fue el origen de todo. Mansa y callada, sin que nadie pueda abalarla ya. Es como una punzada en el corazón de la historia, de las creencias paganas y cristianas y del sentido común. El mar y los elementos pusieron a prueba la desidia humana. Y ganaron. ¿Qué dirían Sebastian IIsung, Leo de Rozmithal o Felix Faber, que en el siglo XV cruzaron media Europa y se enfrentaron a un sinfín de peligros para acabar balanceándose en la nave muxiana? Llega, un año más, el día de una de las romerías más gloriosas de Galicia y su barca está averiada, callada, muda. Tendría que ser cuestión de Estado la obligación de volver la Pedra a su forma de siglos. Inspiró leyendas y creencias y su golpeo al abalar era como el latido del alma humana. Visto lo visto, y como nadie hace nada, hemos de quedar en tierra, sin poder salir a navegar esos procelosos mares de los mitos de nuestra vida.