Fue la socióloga Diane Vaughan, de la Universidad de Columbia, quien acuñó este término. Define como normales y aceptables las malas prácticas dentro de una organización. El origen tiene lugar cuando en el lanzamiento del transbordador americano Challenger, allá por el año 1986, se fueron produciendo pequeñas desviaciones de la misión que en un principio no cuestionaban el éxito de la operación. Pero, fueron tantas las desviaciones llevadas a cabo que, al final, el transbordador espacial explotó. Dicho comportamiento se utiliza muy a menudo tanto en los análisis económicos como políticos.
En política se interpreta de una manera muy concreta: «Es un proceso en el que una práctica claramente insegura se considera normal si no causa inmediatamente una catástrofe». O sea, se aprecian señales tempranas, que son pasadas por alto, ignoradas o mal interpretadas, por lo que las desviaciones del comportamiento o reglas correctas o adecuadas se hacen costumbre; y se va consolidando una cultura que siempre aumenta los riesgos, en vez de controlarlos. Ejemplo de ello son los continuos fallos previos que más tarde provocan accidentes de aviones y de trenes o ciertas actitudes en empresas o auditorías en la toma de decisiones o verificaciones que luego se demuestran erróneas.
Vaughan explica que la gente en las organizaciones se acostumbra a un comportamiento anormal y no lo ve como un desvío; con lo que asume un límite en los riegos. De esta forma, los individuos justifican su lejanía de lo legal y de los estándares amparándose en su propio beneficio o el de su grupo. La utilización continua de esta normalización de la desviación pone de manifiesto una cultura de autocomplacencia, un uso continuo de comportamientos erróneos y una amplia benevolencia ante las decisiones y efectos contraídos.
A día de hoy, las declaraciones y el comportamiento de los líderes de los partidos políticos tanto españoles como internacionales son, en la mayoría de los casos, ejemplos concretos de normalización de la desviación. Se alejan de sus programas; cambian sus criterios y modifican sus misiones finales. Tres rasgos son comunes en los líderes. El primero, poseen una mentalidad prefijada, en la medida que creen que sus ideas definen la realidad, con lo cual ignoran otras informaciones que pueden socavar su autoridad. El segundo, reducen la opción de explorar alternativas, ya que tratan de afianzar su coraje individual para afrontar la realidad cambiante. Y, el tercero, la vulnerabilidad se considera una debilidad, por lo que refuerzan las emociones más que los razonamientos. No cabe duda de que vivir y actuar bajo la preeminencia de estos rasgos no hace más que obstruir el buen funcionamiento de las organizaciones que, lamentablemente, siempre terminan en un declive y deterioro social.
La política no consiste en lograr sortear los obstáculos de manera permanente, ni actuar siguiendo pautas erróneas con el fin de evitar perder el poder. Precisamos de actores y agentes cuya misión sea acorde con unos principios claros, nítidos y escasamente vulnerables. María Mazzucatto, profesora en el University College de Londres, afirmaba que necesitamos un nuevo relato y un nuevo vocabulario para nuestra economía política, que utilice la idea de propósito público para guiar las políticas y la actividad empresarial. De lo contrario, asistiremos a una suma de despropósitos; o como diría Groucho Marx «de victoria en victoria, hasta la derrota final».