Erase un anochecer. No suponía que la noche que asomaba iba a ser como un cuento. Plena de fantasmas oníricos... sueños y pesadillas peleándose a brazo partido. Como cinco horas después daría comienzo el gran debate. Trump vs Harris. Y mi conciencia diciéndole al espejo: quédate a verlo, es casi una obligación profesional. Como en el noble arte del autoengaño no hay quien nos pueda, trasnoché. Por supuesto que por puro morbo, que la profesión bien podía esperar a mañana. Me excitaba sobremanera constatar si Trump repetiría los disparates y falsedades, rayanas en el absoluto desvarío, que había proferido en aquella trágica noche de Biden. En realidad, se superó a sí mismo; tanto, que mi somnolencia se tomó unas horas de vacaciones. ¡Como para dormir! Breves botones de muestra: por la frontera solo entran locos fugados, asesinos, violadores y pederastas; hay 160 países en los que la criminalidad ha descendido, porque nos han enviado a nosotros a casi todos sus delincuentes; los demócratas («liberales», que es como llaman allí a los «progres») van a legislar permitiendo asesinar a los bebés recién nacidos; los inmigrantes que llegan a Springfield son unas bestias tan incívicas que se meriendan a los gatos, perros y demás mascotas de sus moradores (al guionista de Los Simpson, si tal cosa se le hubiera ocurrido, le habrían despedido por procedimiento de urgencia ante tal exceso de creatividad). Seguro que el lector ya tiene, más o menos, noticia de todo ello. Y más de uno habrá pensado, no sin razón, que gente fuera de cabales ha habido y habrá siempre. Pero uno de estos días desayuné mi descafeinado acompañado de este dato: el 52 % de los votantes de Trump están de acuerdo con él en tales afirmaciones. O sea, parece ser que le han creído. Podemos ahorrar en caras de sorpresa, dado que a este señor le votan alrededor de 80 millones de personas.
Pero ¿hay en EE.UU. tanto descerebrado y tan descerebrados? Eso es mucho más dudoso. Veamos de qué hablamos cuando decimos que «le creen». Hay no pocos estudios serios que nos pueden ayudar: si a un conspiranoico, terraplanista, trumpista o lo que sea de ese palo le sometes a un cuestionario o entrevista en el que le pagas por decir la respuesta correcta sobre todos esos asuntos, entonces, mira por dónde, la tasa de disparates desciende bruscamente. Y ni siquiera hace falta que la cantidad sea elevada. Y si sustituyes el dinero por cualquier otro elemento que toque al interés personal, los resultados son similares. O sea, es muy cuestionable que cuando tanta gente dice en una encuesta que «cree» los disloques de Trump su afirmación tenga algo que ver con la verdad y la mentira, con lo cierto o lo falso. Las creencias no solo sirven para establecer criterios acerca de la realidad de las cosas. Cuando el encuestado no se juega nada, afirma estar de acuerdo con Trump (o quien sea) porque su respuesta trasciende la búsqueda de la verdad. Va tan más allá que en realidad ya no tiene nada que ver con eso. Esas creencias ya no tienen que ver con lo que enuncian acerca de la realidad, sino que ejercen una función de bandera, de enganche, de afirmación, de símbolo de pertenencia, de identidad, de refugio emocional y grupal ante el miedo y la incertidumbre. Una identidad, además, por contraste: soy así porque soy de los nuestros, y eso lo sé porque no soy como los otros. Como decía el notable filósofo Harry Frankfurt, son afirmaciones que no tienen nada que ver con la mentira. Eso ya es pasado. Ya no importa. Son charlatanería, paparruchas (bullshits), idioteces que te alistan a un bando. Y punto. Algo muy parecido postula la rutilante nueva estrella de la filosofía alemana, Markus Gabriel, cuando nos dice que estamos ante un Nuevo Realismo : la realidad se ha independizado de las cosas. Cada uno cree y afirma lo que le da la gana. Porque lo que está en juego ya no es la verdad: eso son excentricidades para científicos (la posposmodernidad, lo llama él). Ahora bien, cuando soy yo el que me juego algo, entonces el interés por la verdad reaparece como por ensalmo. Tal vez esto podría ser una buena pista para buenos políticos: ¿qué tal si hablamos de las cosas que le interesan a la gente? Tal vez, entonces, como en esos experimentos, solo unos pocos, los más fanáticos y lunáticos, persistan en el disparate. Pero esos ya merecen capítulo aparte. Mientras, y ante su acierto en el cuestionario con billetes a la vista... «¿Pero usted no era terraplanista?». «Terraplanista sí, pero tonto no». Traducido a nuestro húmedo noroeste: «Amiguiños, sí, pero a vaquiña polo que vale». Tomemos nota. Por cierto, se dice que han intentado asesinar a Trump. ¿Nos lo creemos?
Me despertó de la pesadilla una cara negra con una sonrisa muy blanca. A ver.