
Lo de las mareas vivas, que les retiran las faldas a las playas y las alfombras a los embarcaderos para mostrarnos sus intimidades parecen tropelías bíblicas, como aquella de Moisés que, juntando las aguas del mar Rojo, una vez alcanzado el otro lado ahogó a los numerosos egipcios que los perseguían. No me voy a meter yo en berenjenales, pero reconozcamos que Yahvé y su pueblo elegido no se andaban —y siguen sin andarse— con contemplaciones. Entretanto, ante la noticia de La Voz que contaba que los percebeiros habían tenido acceso a los tesoros más preciados de su bicho, las piñas más remotas y más gordas, que siempre son inaccesibles, y por esos extraños fenómenos del mundo mercantil, en los mercados de mi ciudad los precios, en vez de bajar, subían.
Yo lo de las vivas lo veía venir contemplando el engorde de la luna, que parecía que tramaba algo según iba mostrando sus cráteres y sus manchas, un poco rencorosa. Nosotros estamos acostumbrados a que las inundaciones nos vengan por retaguardia o nos caigan del cielo, pero no que las mareas suban como si el océano fuera un río desbordado —el Duero, cuyas marcas se ven en los soportales de la Riberia de Oporto— o que los embalses se vacíen para mostrar campanarios o casas de pueblos fantasma —Riaño, al que tanto lloraba Imanol Arias antes de ser el padre de Carlitos—. En fin, uno no quiere que se le malinterprete, pero a lo mejor en la playa de As Catedrais se podría aplicar el sistema de Moisés y dejar solucionado el problema de las aglomeraciones.