Venezuela necesita ayuda para acabar con la dictadura

Mario Alejandro Scholz EXPERTO EN POLÍTICA INTERNACIONAL Y ANALISTA DE LA FUNDACIÓN ALTERNATIVAS

OPINIÓN

María Pedreda

26 sep 2024 . Actualizado a las 15:04 h.

Venezuela fue en el siglo XX, concretamente desde los años sesenta y hasta mediados de los noventa, un país estable que gozaba de una democracia plena, al punto de ser el refugio de grandes líderes políticos latinoamericanos víctimas de persecución por sus gobiernos militares dictatoriales. El Pacto del Punto Fijo de 1958 fue el origen de este escenario de estabilidad y progreso, por el cual las grandes corrientes democráticas de ese país, el democristiano COPEI y el social demócrata Acción Democrática, con liderazgos de Herrera Campins el primero y Jaime Lusinchi y Carlos Andrés Pérez el segundo, se alternaron en el poder.

La economía, basada en la riqueza petrolera, fue floreciente en esas décadas y derramó sus efectos en el orden social, gozando de buenos niveles de educación y asistencia, y recibió el aporte inmigratorio de muchos profesionales de la región. No obstante, los vaivenes de precios del crudo en los noventa y su caída provocaron un notable desgaste en los gobiernos de los partidos tradicionales, agotados para peor por sus conflictos internos, generando la oportunidad para el populismo encarnado por Hugo Chávez.

Chávez asume en 1998 y experimenta en los albores del siglo XXI el fuerte repunte de los precios de los commodities. El precio del crudo llega a sus máximos históricos y el excedente le permite algunos años de financiamiento de una política de reparto de beneficios a sectores populares, e incluso a gobernantes de países amigos, donde además intenta intervenir en los asuntos internos.

Pero, ya a fines de la primera década de este siglo, se modera el mercado de materias primas y Venezuela entra en crisis económica permanente. El chavismo, ya apoyado en un sistema autoritario, sigue adelante y, muerto Chávez en el 2013, asume su discípulo, el chófer Nicolás Maduro. El modelo adquiere por entonces un carácter dramáticamente dictatorial: se persigue abiertamente a la oposición, se veta a sus líderes, se utiliza el aparato estatal de inteligencia para esos fines persecutorios, se reprimen las protestas sociales y se violan los derechos humanos con encarcelamientos y torturas. En el 2019, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, a cargo por entonces de la socialista y expresidenta de Chile Michele Bachelet, emite una rotunda condena al Gobierno, que por supuesto fue ignorada.

Todas las reelecciones de Chávez, primero, y de Maduro después, fueron relativamente amañadas, aunque no podía negarse la existencia de una importante masa de apoyos que el chavismo aún retenía. En este clima de crisis económica y dictadura gubernamental, Venezuela, en poco más de una década, provocó el exilio de unos diez millones de habitantes, es decir, más de la cuarta parte de su población.

La emigración venezolana impactó duramente en la región, al punto de generar crisis sanitarias y sociales en zonas de frontera de Colombia y Brasil, extendidas también a otros países vecinos como Perú, Ecuador y Chile. En Argentina, donde la población llegada de Venezuela supera el medio millón de personas, no son ellos los emigrados-problema.

Por otro lado, la debilidad económica de Venezuela, agravada por el bloqueo americano, volcó al Gobierno de ese país a una peligrosa amistad con las potencias que componen el otrora llamado «eje del mal»: China, Rusia, Cuba, Irán y Corea del Norte. Ese es otro motivo de preocupación regional, puesto que el sur del continente aspira a mantener una posición equidistante entre las potencias, particularmente Europa, Estados Unidos y China, y obtener beneficios de esa dualidad, mientras que la crisis venezolana las obliga a tomar posiciones más explícitas.

El fraude electoral de julio último, donde Maduro se autoproclama ganador a pesar de haber perdido por más de 2/3 de los votos, lleva la situación de Venezuela a una crisis institucional que la asemeja a una nueva Nicaragua, donde el Gobierno asume la suma de poder público.

Corina Machado, líder opositora, ha dado ya pruebas suficientes de su valentía al sostener su reclamo para que Maduro entregue el poder. Lograrlo implica imponer una transición, posiblemente a cambio de la garantía de inmunidad del Gobierno actual de Venezuela. Pero esa imposición debe provenir de una presión internacional efectiva y no solo declarativa.

La duda es si las potencias occidentales están dispuestas a ello. En particular jugará desde noviembre próximo el resultado de las elecciones en EE.UU., donde el republicano Donald Trump tiene a sus partidarios envueltos en negocios petroleros. Las esperanzas para la libertad estarán entonces del lado de la demócrata Kamala Harris. La Unión Europea también puede hacer mucho para sumar a esta posible presión internacional.