El otro día, en la tele, una mujer confesó que le gustaría que sus cenizas fueran esparcidas en El Corte Inglés. El reportero encajó con tanta normalidad la confidencia que lo que le interesaba era aclarar si el deseo de la doña reclamaba una planta concreta y fue aquí donde la dama casi se ofende, firme en su convicción, para ella evidente, de que en ningún lugar se puede pasar mejor la vida eterna que entre las faldas y las blusas de la planta de señora.
El ritmo de los tiempos le ha metido tanta velocidad a la muerte que queremos pasar de cadáver a tierra en cinco minutos. Ahí están las cifras de las incineraciones, que se han triplicado en quince años y convertido la vieja aspiración de heredar un nicho en una vulgaridad. Los cementerios van siendo sitios para pasear, para aprender historia local o para administrar un desasosiego entretenido entre los nombres de los difuntos que los habitaron. Todo el mundo habla de las visitas guiadas a los camposantos de Pereiró y San Amaro, en los que hay quien se ha encontrado con un nivelón de difuntos que desconocían, porque en la escuela siempre fue más fácil que te explicaran el devenir de los koljoses que la importancia que el agrarismo y Solidaridad Gallega tuvieron para carear el caciquismo y el sistema foral hace un siglo.
En otra necrópolis, la de O Val, en Narón, acontece estos días una historia de dignidad con la exhumación de los restos de varios fusilados tras el golpe del 36, casi todos marineros y oficiales de la Armada que se opusieron a la asonada. Lo promueve el grupo Histagra, de la USC, al que va siendo hora de hacerle un monumento o algo. Un día, cuando todos ya nos aventemos en El Corte Inglés o el Zara de Juan Flórez, los cementerios serán solo territorio para arqueólogos. Y seres vivos.