Corea del Sur es admirada por muchas cuestiones. Este pequeño país asiático, de poco más de 100.000 kilómetros cuadrados y 51 millones de habitantes, constituye el paradigma del gran milagro económico del siglo XX. El Estado surgido en 1948, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y tras 35 años de terrible ocupación japonesa, supuso la escisión de la población étnicamente coreana entre dos países: el norte, comunista y pro-chino, y el sur, democrático y prooccidental. El ataque de Corea del Norte a su hermano del sur en 1950 sumió a ambos Estados en una guerra fratricida hasta la firma de un armisticio tres años después. Pobre, casi exclusivamente agrícola y devastado tras décadas de ocupación y guerras, Corea del Sur resurgió de sus cenizas como un ave fénix gracias al esfuerzo de toda su sociedad.
Siete décadas después es la economía 14 del mundo y la cuarta de Asia. Su capital, Seúl, es la sexta ciudad económicamente más importante del mundo y su mercado financiero se encuentra entre los diez primeros. También se precia de ser uno de los países tecnológicamente más avanzados, con compañías punteras como Samsung. ¿Y qué decir de su industria cultural? Desde la sorprendente irrupción de Psy con su Gangnam Style en 2012, la música pop coreana o K-pop no ha dejado de aumentar en popularidad a nivel mundial. Se estima que, en el 2024, solo su difusión por internet producirá unos 10.000 millones de dólares.
Sin embargo, además de luces, este país está plagado de sombras. Desde los graves problemas psicológicos provocados por una sociedad extremadamente competitiva, que exige demasiado al individuo para beneficiar al colectivo, pasando por la baja natalidad, hasta los graves problemas de corrupción económica y política. Así se ha evidenciado cuando el presidente Yoon, acorralado por su debacle electoral y las acusaciones de corrupción, fracasó en su órdago por declarar la ley marcial. La actuación decidida de los parlamentarios y la sociedad civil le obligaron a retirarla, aunque no se ha retractado. Muchos de sus ministros y personas de confianza han dimitido, avergonzados por su actuación. Y parece probable que algunos de sus diputados rompan la disciplina de voto para aprobar una moción de censura que le abocará —si no dimite antes—, como a sus predecesores, a enfrentarse a los tribunales y presumiblemente ser condenado a pena de cárcel.