En el centro de México se encuentra uno de los estados más pequeños de aquel país, Aguascalientes, oficialmente Estado Libre y Soberano de Aguascalientes. Durante la Colonia, aquel territorio formó parte de Nueva Galicia. En él se levantó la población de San Marcos, que a principios del siglo XVII se convirtió en la villa de Nuestra Señora de la Asunción de las Aguas Calientes, cuyo nombre hace referencia a las aguas termales allí existentes.
Aquella ciudad se llama hoy Aguascalientes, como el estado del que es capital. Tradicionalmente se ha empleado como gentilicio de ambos aguascalentense, con un sufijo, -ense, propio de muchos adjetivos de ese tipo, como bonaerense, estadounidense o canadiense. En el diccionario de la Academia Española entró en 1970 con esta definición: «Natural del Estado mejicano de Aguas Calientes». En solo cincuenta años, esa breve explicación ha tenido tres modificaciones sustanciales: aquel Estado se ha convertido en estado, de acuerdo con la ortografía actual; el adjetivo mejicano ha evolucionado a mexicano, que aunque ya se recogía entonces no era la forma preferida por la RAE; y Aguas Calientes ha pasado a ser Aguascalientes.
En la edición del Diccionario del 2001 se anota un segundo gentilicio de Aguascalientes, el peculiar hidrocálido. También lo recoge el Diccionario del español de México, de El Colegio de México. Pone dos ejemplos, la capital hidrocálida y un torero hidrocálido. Este parece una velada alusión a un diestro de los años cuarenta del siglo pasado, Rafael Rodríguez, conocido como el Volcán Hidrocálido. Podemos imaginarnos sus faenas.
En su momento se mostró crítico con hidrocálido José G. Moreno de Alba, director de la Academia Mexicana de la Lengua del 2003 al 2011, que precisamente había cursado sus primeros estudios en Aguascalientes. Lo calificó de «curioso gentilicio»: «... así pueda verse como una invención pintoresca, la voz hidrocálido no deja de ser, en algún sentido, impropia». Observaba que carece de uno de los sufijos con los que se forman gentilicios y veía en él el pecado de mezclar una voz de origen griego, hidro-, con otra procedente del latín, cálido. Creía que hubiesen estado mejor formados hidrotérmico o aquicalidense, pero añadía: «Ni qué decir que me parecen peores que hidrocálido».
Parece que lo oyeron. Aquicalidense ha acabado usándose y hoy también figura en el Diccionario del español de México.