En el Partido Demócrata piensan que pierden las elecciones porque antes han perdido o van perdiendo las guerras culturales. Ocurrió en las presidenciales de noviembre y ese sentir se ha adensado tanto que incluso se ha hecho público en el entorno de la campaña de Kamala Harris. Quizá viendo el afeitado de esas barbas, los socialistas españoles han decidido en su congreso quitar la «Q+», de las siglas LGTBI, aunque en realidad nunca habían llegado a ponerla oficialmente. Esa tímida retirada procede menos del empuje de las ideas contrarias que del hartazgo de la gente y de la fuerza invencible de la madre naturaleza, que vuelve por sus fueros una vez más.
La gente se harta de imposiciones y de absurdos. La libertad de expresión y el pluralismo son más apetecibles que el pensamiento único políticamente correcto y la cultura de la cancelación. Y en el caso de la transexualidad, el deporte femenino ha hecho mucho daño a la causa, especialmente después de la brutal medalla de oro en boxeo en la última Olimpiada. En ningún momento la transición de menores gozó de aceptación mayoritaria. Hasta el punto de que incluso un sector de Podemos se declaró contrario. Ayudan poco los casos dramáticos de adolescentes que quieren volver a su sexo y se sienten engañados y convertidos en pacientes de por vida. La reivindicación feminista que acusa a las políticas trans de borrar a las mujeres tampoco ha encontrado más réplica que el insulto y la amenaza.
Pero, sobre todo, gana la naturaleza, la realidad indoblegable y clara, comprensible. Cabe maltratarla, herirla y despreciarla. Aunque al final la naturaleza termina imponiéndose, que es lo mejor para ahora, para mañana, para todos y para siempre.