Una de las instrucciones innegociables que se le dan a la infancia es la de saludar. Lo llevamos grabado a fuego gracias a cada uno de los apretones con los que tus progenitores te señalaban que era el momento de saludar a alguno de los miles de señores o señoras con quien de manera inevitable te cruzas cuando paseas por una ciudad de provincias. La orden era taxativa y perseverante e incumbía a todos sin excepción, fuese el objeto de tu saludo una señora tan perfumada que seguías oliendo a aquel mejunje al cumplir los 18 o un tipo con la barba escarpada de tres días, a los efectos una lija de 60 granos en tu cara de terciopelo. Puede que la orden más terrorífica de nuestra infancia fuera «dale un beso a esta amiga mía», la manifestación máxima del saludo, reservada a personas que, luego supiste, eran especiales para esos padres que habían vivido muchas vidas antes de que tú existieras, aunque entonces no contemplaras semejante opción.
La cuestión es que saludar era uno de las grandes ceremonias de la educación, un ritual sagrado cuya desatención era de máxima gravedad. Tantos años después, la huella de su importancia es tan profunda que cuando en un ascensor coincides con un ser de aspecto humano pero interior de corcho que permanece congelado y mudo al trascendental acto de escuchar un buenos días, lo que te pide el cuerpo es empujarlo al abismo del montacargas y que el mundo se libre al fin de alguien así. En lo de saludar, hay genios que bordan el rito, mediocres que atendemos como podemos el deber y personas como las del ascensor, que no entienden que no hacerlo es una declaración de guerra. El día de la Constitución, con todo su simbología democrática al pecho, Sánchez y Feijoo optaron por no saludarse. Cuántas cosas dice de ambos.