Cuando los locos guían a los ciegos

Miguel Ángel Escotet LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

MABEL R. G.

06 ene 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

«Es la plaga del tiempo, en que los locos guían a los ciegos» (El rey Lear. William Shakespeare).

Estas inquietantes palabras pronunciadas por Gloucester en El rey Lear parecen comportar absoluta vigencia. Me cuestiono si una buena parte de los seres humanos hemos perdido la capacidad de reconocer a nuestros semejantes como actores en la construcción social de valores, entregándonos a una ceguera que se evidencia en el desinterés por el bienestar del otro, en la incapacidad para la empatía social como condición para la convivencia y el bienestar colectivos. Estamos, como expresa Carl Bernstein en su columna de The Guardian de Londres, en el proceso de crear lo que merece ser llamado «la cultura del idiota». Por primera vez, lo extraño, lo estúpido y lo grosero se están convirtiendo en nuestra norma cultural, incluso en nuestro ideal cultural.

Afrontamos, además, una era de opacidad en el liderazgo político y social. Con excepciones, muchos líderes muestran un sorprendente desprecio por la cultura y una atroz ausencia de desarrollo afectivo y emocional. Les falta la visión que impulsa el cambio, carecen de alma democrática para actuar de buena fe. Parecen estar motivados por el poder, sin vocación de servicio. Necesitamos líderes que piensen más allá de sí mismos, de lo contrario, como en El rey Lear, sobrevendrá la plaga del tiempo, en que los locos guían a los ciegos.

La corrupción política, económica y social está aumentando, con ella la ira y la insatisfacción penetran en cada rincón del mundo. Es un rechazo silencioso. Las personas, los ciudadanos, sabemos que esta no es solo una depresión política, o socioeconómica, sentimos profundamente que asistimos a una crisis de valores trascendentales. Tenemos un problema estructural que no se resolverá utilizando los mismos parámetros que se aplicaron para crearlo. Así como el nazismo dio lugar a una revolución moral que alumbró el movimiento de los derechos humanos, la coyuntura actual desembocará, o debería hacerlo, en un cambio de valores, en una revolución ética.

La tolerancia, la compasión, el altruismo han sido tildados, en los últimos tiempos, de palabras vacías motivadas por el esnobismo espiritual y la ambición totalitaria. El desarrollismo desmesurado ha prevalecido sobre la protección del planeta y sobre el cuidado de los seres humanos en situación de vulnerabilidad. Se nos trata de convencer de que el consumo es felicidad, de que el «tener» prevalece sobre el «ser». En vista de sus consecuencias, reconocemos estas ideas como crudos errores intelectuales que definen un mundo estrecho, pero muchos de nosotros conocemos la belleza de la amplitud del universo, sabemos que la verdad es cada vez más difícil de solapar en un mundo en el que las nuevas tecnologías han ampliado horizontes poniendo de manifiesto la brecha existente entre la palabra y el ejemplo. La ética debe revelarse como la búsqueda de la verdad, nunca como expresión de opiniones o desde la estrecha perspectiva del esnobismo moral. El comportamiento ético ha de integrarse en todos nuestros procesos como una progresión de aprendizaje permanente.

Los tiempos exigen un cambio profundo en las formas y en el fondo, una mudanza de los significados y del significante, requieren compromiso con la justicia y la libertad, un pacto contra la crueldad, la intolerancia, el extremismo ideológico y el moralismo fanático. Se necesitan enseñanzas basadas en el lenguaje de las emociones, este nos guiará en la aceptación, comprensión y gestión de nuestros sentimientos y los de las personas que nos rodean. Se necesita una educación para la libertad y para el ejercicio de las responsabilidades que esta implica, porque la libertad sin responsabilidad es una licencia para olvidar la justicia y los derechos de nuestros semejantes. La educación debe situarse en el lugar de la libertad, de lo contrario solo tendremos adoctrinamiento, autoridad ejercida a través de la intimidación. Debemos de tener la voluntad de dudar, de experimentar, de equivocarnos, incluso, de cuestionar la autoridad y desafiar los dogmas de la época. Desde su atalaya, una de las instituciones vigía y timonel de la sociedad debería ser la universidad, pero esta se mira permanentemente el ombligo, salvando las individualidades responsables, que las hay, dentro de su seno, y, en vez de competir con ella misma, se dedica a la caza de brujas, a una suerte de inquisición en pleno siglo XXI. En parte, como expresa el profesor de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero, «en la universidad no se replica la crítica, sino que se condena la posibilidad de replicar». Añadiría que la prepotencia es la fuente de la ignorancia y la humildad el camino de la sabiduría. La sociedad necesita de una universidad humilde.

En este sentido, las generaciones jóvenes viven en un mundo sobre informado, y al mismo tiempo sobre desinformado por lo que requieren educación, creatividad y pensamiento crítico para reemplazar, y no repetir, los errores de las generaciones que les precedieron. Necesitan integridad para guiar sus decisiones y una educación emocional para evitar conflictos y crear una única y auténtica familia humana.

Como personas necesitamos paz e introspección, la encontraremos en la ciencia, el humanismo, el arte y la naturaleza, por eso nuestra nueva educación debe orientarse sobre todo hacia la premisa de que no estamos separados del planeta y del resto de personas. «Este engaño», decía Albert Einstein, «es una especie de prisión para nosotros, nos limita a nuestros deseos personales y al afecto por unas pocas personas. Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión ampliando nuestro círculo de compasión para abrazar a todas las criaturas vivientes y a toda la naturaleza en su belleza». Ensanchemos el mundo, cultivemos el conocimiento, la libertad y la ética, no permitamos que la ceguera social nuble nuestros corazones.