El metaverso era ese espacio medio virtual, medio real que iba a hacer que desaparecieran las paredes. Las paredes dejaban de ser verticales y se volvían virtuales. Un mundo sin tabiques, transparente. Nada más lejos de la realidad. El metaverso ya está aquí y tiene mucho peligro. El metaverso que estamos viviendo es la dictadura de las redes sociales. Las apuestas de Elon Musk, que hace lo que quiere desde X (antes Twitter), y la decisión de eliminar verificaciones de Zuckerberg en Meta (Facebook, Instagram y WhatsApp) motivan que la verdad esté más expuesta que nunca. Es acuciante abrir un debate muy serio sobre lo que está sucediendo, lo que nos está sucediendo. Hay preguntas que urge hacerse: ¿deben los gobiernos democráticos utilizar como canales de divulgación de sus programas e ideas estas redes de entretenimiento o tienen que regresar a los canales tradicionales de información de los medios de comunicación? Zuckerberg en una sola semana ha eliminado los controles de lo que publicaba y, de paso, ha prescindido de sus programas de diversidad, equidad e inclusión. Twitter fue durante mucho tiempo el territorio en el que destacados personajes de izquierdas y de derechas nos exponían sus ideas, llegando a ser considerada una plaza pública sana y variada. Ahora muchos le han visto las orejas al lobo. Cuando Musk ha apostado por la ultraderecha en Alemania, auténticos patas negras de la profesión periodística empiezan a poner el grito en el cielo. Los mismos que antes no lo hacían y estaban felices de imponer sus ideas a través de esa red. Universidades alemanas se han dado de baja ante el sesgo que empieza tomar X en su país. Nos hemos dejado llevar y hemos llegado demasiado lejos. Ahora estamos amenazados por unos canales de información que no lo son. Son, como mucho, canales de entretenimiento, cuando no de deformación. No es un asunto menor. Las pantallas de nuestros móviles dominan nuestras vidas. Pasa especialmente con los más jóvenes. El algoritmo nos dirige. Y detrás del algoritmo hay unos nombres y apellidos muy claros, unos empresarios que no trabajan bajo los criterios de la deontología profesional que exige el periodismo. Las redes sociales, y quienes las utilizan, no están obligadas a tener unos departamentos jurídicos para responder a los que se quejan de la veracidad de lo publicado. Las redes sociales no pertenecen al rigor que exige la dedicación a la industria de la comunicación. Todo el mundo tiene que enterarse de que los influencers y tiktokers son en muchas ocasiones instrumentos de las marcas para vender sus productos. Cuando un influencer prueba una prenda de ropa, un restaurante o un hotel lo hace en numerosas ocasiones de parte. No está ejerciendo la libertad de expresión. Está interesado en colocar ese producto a su audiencia virtual. Que estas pretendidas plazas públicas alardeen ya de la influencia que ejercen en los procesos electorales y que además quieran evitar cualquier tipo de control hacen que la toxicidad esté alcanzando niveles peligrosos. Por no hablar de las denuncias que expertos en salud y en salud mental han reiterado sobre lo nocivo de los filtros de imagen que usan y de los hábitos de adicción que crean. El algoritmo nos está machacando, anulando y reduciendo. Nada es lo que parece. Volverá la tinta sobre el papel.