Que a Pedro Sánchez no le tiembla la mano para alcanzar sus objetivos ya nadie lo discute. Si hay que prometer una amnistía, se promete. Si hay que buscar la impunidad para las sospechas de corrupción que acechan a su mujer y a su hermano, se busca suprimiendo una herramienta legal como la acción popular que, al mismo tiempo, se usa para atacar al adversario político. O si hay que filtrar los datos de la pareja de Ayuso para tapar la viga en el ojo propio, pues se hace y se miente desde la sala de prensa de la Moncloa negando incluso que García Ortiz haya sido imputado.
Hasta ahora, las cuestiones judiciales habían ocupado el eje central de las preocupaciones de Sánchez, pero la evidente debilidad parlamentaria del Gobierno ha hecho derivar la atención hacia otros focos. Especialmente tras los cinco días de «meditación» que se tomó Sánchez en abril.
Con la CEOE en frente en temas estratégicos como la reforma laboral, la reducción de jornada o la masacre fiscal a los autónomos —de las cada vez más escuálidas clases medias hablaremos otros día—, Sánchez ha querido mandar un mensaje claro a un sector al que agravia en cada intervención. Telefónica es un símbolo. Tras su privatización, José María Aznar entregó la que era la primera empresa en cotización en España a Juan Villalonga, su amigo, compañero de pupitre en el colegio. Aquello acabó mal, pero abrió la puerta de su muy bien remunerado consejo a políticos de todos los colores, que disfrutaban de millonarias retribuciones cuando no tenían acceso a otros resortes de poder. En los últimos tiempos, le ha tocado a los socialistas beneficiarse: desde Trinidad Jiménez, derrotada en las elecciones municipales madrileñas, a Javier de Paz, íntimo de Zapatero y habitual en todas las conspiraciones, pasando por Rosauro Varo, uno de los cachorros de la nueva beatiful people e hijo de una exministra de Felipe González. O Carlos Ocaña, el último en tocarle la lotería, cuyo mérito es ser el cerebro de la tesis del mismísimo Sánchez y amigo de Florentino Pérez. Pero al líder socialista no le vale con controlar la empresa. Necesita su potente caja para acometer algunas inversiones en medios con las que intentar completar su particular lucha contra los bulos. O al menos contra aquellos que le disgustan. Al fondo aparecen otras maniobras. La subdivisión de Indra para que Joseph Oughurlian, principal accionista de Prisa, pueda hacer caja tras años de pérdidas, es una de ellas. Pero no la única.
La Moncloa tiene mando ya en cinco de las principales cotizadas: las citadas Indra y Telefónica, además de Caixabank, Redeia y Enagás. El mensaje está claro para otros díscolos, véase Sánchez Galán en Iberdrola o Imaz en Repsol. Este Gobierno también quiere gobernar sus empresas. La amenaza es real.